IV

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Si bien Aziraphale siente que el corazón le pesa un poco porque no hay manera de que ahora pueda entregar su pedido a tiempo, la culpa se atenúa al pensar en que puede disculparse, rehacer el pedido y dejar satisfecha a su clienta, pese a que deberá sortear la molestia inicial de esta. Qué va, ¡incluso puede confeccionarle el sombrero de vuelta y no cobrárselo, con todo lo que el conde le ha pagado!

   Con esto en mente, Aziraphale decide tomarse un momento para admirar la belleza del día, y sale a su jardín a examinar el estado de sus flores.

   —Oh, tan exuberante como siempre, ¿eh, tulipán? —menciona antes de pasar su índice a lo largo de los pétalos naranjas—. ¡Ah, ¿y tú, jazmín?! —exclama seguidamente mientras acerca su nariz a las blancas florecillas—. Y por supuesto que no me olvido de ti, oh, no, ¡¿cómo podría?! Oh, hermoso girasol...

   El sombrerero se detiene un momento, se asegura de que nadie se encuentre transitando por la calle y, finalmente, deposita un beso sobre el rostro oscuro del girasol.

   —No se lo digas a nadie, pero eres mi favorito, girasol, preciosa flor mía.

   En ese preciso momento, escucha un sonido ahogado, como alguien tapándose la boca para contener su risa, algo así como un «¡pff!» que se le hace sumamente desagradable. Frunce el entrecejo, y gira la cabeza bruscamente hacia donde se encuentra el manzano.

   Allí, oculto de la vista de los eventuales transeúntes gracias a los frondosos arbustos que rodean el árbol, un hombre pelirrojo y larguirucho con lentes oscuros yace acostado con una mano detrás de la cabeza, mientras que la otra sostiene una manzana con la criminal marca de una mordida.

   —Oh, Crowley —refunfuña Aziraphale volteando por completo hacia él, tal y como el girasol sigue lentamente al sol vespertino—. ¿Qué te he dicho sobre robar mis manzanas? ¡A este paso no tendré manzanas con las cuales preparar la compota que tanto te gusta!

   —Ah, bueno —comenta Crowley—, ¿es que realmente piensssas —Aziraphale ignora el modismo de alargar la letra ese de Crowley; es el precio a pagar por pasar tanto tiempo convertido en serpiente— prepararme ese manjar tuyo? ¿No reservas eso para tu «favorito», cuando no se está muriendo? —Crowley señala con un gesto de la mano que sostiene la manzana al girasol, para seguidamente darle otra mordida.

   —¡Sabes perfectamente que ese girasol era un caso perdido, y milagrosamente resurgió desde su lecho de muerte!

   —Más como mágicamente, si me lo preguntas, pero puedo hacer una concesssión —murmura Crowley por lo bajo, como quien no quiere la cosa, estudiando la manzana (o lo que queda de ella) casualmente.

   —¿Disculpa? —reclama Aziraphale, exasperado por no oír lo que Crowley dice.

   —Nada —responde el hombre—. ¿Decías?

   —Decía —Aziraphale se esfuerza por retomar el hilo de sus ideas— que lo amo justamente por lo mucho que se esfuerza. ¡No puedes culparme por amarlo más que al resto!

   A esto, Crowley no tiene respuesta. Solo sonríe, y Aziraphale no puede evitar hacer lo mismo.

   —Te invitaría a pasar, pero...

   —... esperas a alguien, ¿verdad?

   Aziraphale asiente.

   —Una clienta y, luego, vendrá de visita mi sobrina.

   Crowley pone los ojos en blanco.

   —¿La escritora de la que tanto me has hablado? ¿Analía, Anahí, Ana...?

   —¡Anathema!

   —Da lo mismo, en verdad.

   Aziraphale suspira y tan solo dice, en voz bajita y amable:

   —Nos veremos pronto, Crowley. Solo que hoy me es imposible.

   Sabe que Crowley entiende la situación.

   Al menos, eso espera tras los años de amistad que comparten. 

El castillo ambulante de CrowleyWhere stories live. Discover now