Tras despedirse de Crowley, Aziraphale ocupa su lugar detrás del mostrador y se dispone a contabilizar los materiales necesarios para rehacer el sombrero que le ha encargado su clienta. Como pronto empezará a anochecer, tiene cuidado de encender varias velas en el mostrador y en algunas mesitas ratonas que se encuentran en la tienda.
Transcurren apenas veinte minutos desde que despidiera a Crowley cuando ella llega.
—Buenas tardes, mi señora —Aziraphale no se atreve a asumir su edad, pues es una mujer con una voz algo gruesa, mas de estatura pequeña—. ¿Cómo la trata este hermoso día?
—He venido por mi sombrero de moscazzz, sombrerero —replica la mujer con su usual tono parco, sin demostrar interés alguno en cortesías—. ¿Dónde está?
Dicho esto, ojea con expresión apática el estante con pedidos.
—Ah —masculla Aziraphale a la par que sale desde detrás del mostrador—. Sobre eso, verá usted...
—Mi zzzombrero —insiste la dama, y sus penetrantes ojos azules ahora se fijan en Aziraphale, quien, como nunca, es consciente de la extraña forma que tiene la dama de pronunciar las eses—. No lo veo aquí, sombrerero. Tráemelo ya.
La primera demostración de algún tipo de expresión facial se da cuando la mujer entrecierra los ojos y comenta, con un tono cauto:
—O... ¿podría ser que no está lizzzto?
Aziraphale sabe que no puede perder más tiempo, así que le ofrece su mejor sonrisa compungida y empieza a explicar:
—Infortunadamente, hubo una contingencia y es por esta razón que su sombrero no está listo para ser retirado. Dicho esto, ¿podría ofrecerle un reembolso y pactar una nueva fecha de entrega?
»Reconozco por completo mi fallo, por supuesto, y es por eso que quiero entregarle el sombrero sin ningún costo, en la fecha que usted me indique.
Por un momento, la mujer no dice nada, y Aziraphale siente cómo su nuca se puebla de gotitas de sudor frío, causado, sin duda alguna, por lo incómodo de la situación.
—La fecha de entrega de mi zzzombrero...
—¿Sí? —Aziraphale abre su libretita de pedidos, listo para anotar.
—... La fecha de entrega ezzz hoy.
—Ah —Aziraphale no lo entiende, al principio, y es por eso que responde con toda candidez—. Como usted sabe, no es posible realizar semejante encargo en el espacio de un solo día, por lo que le pido que me dé tiempo al menos hasta...
—Ahora tendré mi sombrero. Y si no lo tengo, habrá graves consecuenciazzz.
Aziraphale aprieta los labios. ¿Qué puede hacer, a estas alturas, para contentar a esta dama?
—Mi señora —intenta—, le pido mil disculpas, pero, como ya le he dicho, no cuento con el encargo que me ha hecho ahora mismo. Si fuera tan amable de indicarme una nueva fecha y comunicarme su lugar de residencia, yo mismo le entregaré su pedido en la brevedad posible.
De pronto, Aziraphale siente algo extraño; como que su cabello tira con fuerza de su cuero cabelludo y su cuerpo entero tiembla.
—Entonces, mi zzzombrero no está —escupe la dama, y Aziraphale, por vez primera, considera que tal vez venderle el sombrero al conde no ha sido su idea más brillante—. Ah, esto me causará todo tipo de problemas.
—¡Puedo arreglarlo, lo prometo! —exclama Aziraphale, mas al instante se lleva una mano a cubrirse la boca.
M-mi voz...
Su voz ha sonado... extraña. Más aguda. Como si fuese...
—Voy a enseñarte una lección —le dice la mujer y Aziraphale tiene la impresión de que ella ha aumentado en estatura, o bien, la suya ha disminuido— sobre lo que significa para una mujer no contar con un sombrero apropiado.
Como si fuese...
Aziraphale voltea con brusquedad, maquinalmente, y se observa al espejo.
Es él, definitivamente, pero también...
Soy... soy...
Es una mujer. Una mujer con sus ojos, su color de cabello y sus facciones, sí, pero no es él.
—Considera tu deuda saldada —le dice su clienta, la clienta cuyo pedido Aziraphale se arrepiente de haber tomado, y que ya camina hacia la salida de la tienda—. Y ojalá hayas aprendido algo.
—¡N-no, espere!
Aziraphale intenta correr tras ella, mas no cuenta con el hecho de que sus ropajes, normalmente tan cómodos y apropiados a su persona, ahora le quedan mucho más grandes y, por lo tanto, causan que tropiece y choque contra la espalda de la mujer.
De todos sus errores, ese es, posiblemente, el peor de todos.
La mujer, aunque menuda, voltea de golpe y, con los ojos encendidos de rabia, masculla con la voz llena de ira:
—¡Ya. He. Terminado. Contigo!
Y, al formular la última palabra, empuja al sombrerero (¿la sombrerera?), quien cae de espaldas contra el suelo.
Y cuya cabeza, inevitablemente, va a dar contra el mostrador.
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El castillo ambulante de Crowley
FanfictionHace mucho tiempo, en un pueblito de tejados pintorescos, había un sombrerero que adoraba tres cosas por encima de cualquier otra: los sombreros, un libro sobre un conejo de porcelana que no sabía amar y un hechicero, dueño de un castillo ambulante...