Aziraphale, al igual que Crowley, sintió todo el peso de su pasado sobre sus hombros al ver a su amigo de hace años parado, como si nada, con una copa de vino —y la idea es hasta risible—, en el interior de su tienda.
Como si no hubiesen compartido una historia de la que Crowley solo es consciente a medias.
Es esto lo que Aziraphale quería evitar, este reencuentro, estas demandas —lógicas y debidas, por supuesto, pero no por eso menos incisivas— y esta desesperación de no saber qué hacer.
Porque podría mentir, sí, y es su primera opción, y es por eso que su mente maquina excusa tras excusa, porque si la verdad en sí misma ya es inverosímil, ¿qué otro justificativo podría bastar en esta situación?
Anathema lo nota, y sabe que Aziraphale debe hablar con Crowley, debe contarle todo, y es por eso que su sobrina coloca su mano sobre la suya y le dice:
—Sé que estás pensando en cómo huir de esta situación, pero ¿has considerado que no tienes por qué huir de él?
El pensamiento es tan cierto que quema, y Aziraphale sabe que está siendo injusto con Crowley al privarlo de la verdad.
Por eso, cuando sale junto a él esa cálida noche de verano, y lo ve parado bajo el manzano —y oh, por fin está completo este cuadro tal y como lo recuerda—, decide que responderá a todas las preguntas con la verdad.
Crowley es su mejor amigo —o, al menos, lo fue en tiempos pasados—, y no se merece menos.
Aunque esto sea un adiós.
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El castillo ambulante de Crowley
Fiksi PenggemarHace mucho tiempo, en un pueblito de tejados pintorescos, había un sombrerero que adoraba tres cosas por encima de cualquier otra: los sombreros, un libro sobre un conejo de porcelana que no sabía amar y un hechicero, dueño de un castillo ambulante...