XXIV

149 36 8
                                    

Cuando finalmente encuentra la fórmula necesaria y elabora la poción para restaurar su memoria, no duda ni un segundo en presentársela a ella.

—Esta es la respuesta —le dice—. O, al menos, una versión.

Ella toma el frasco entre sus dedos, y Crowley decide mirarla fijamente una última vez.

Solo en caso de que, luego de que el brebaje pase sus labios, la persona que ama ya no exista.

Así, la observa vaciar el recipiente de vidrio, minúsculas gotas de un azul etéreo manchando sus labios.

Por un momento, ella cierra los ojos.

Los abre.

—¿Y bien? —pregunta Crowley, apretando fuertemente sus puños dentro de sus bolsillos para disimular sus nervios—. ¿Recuerdas algo?

Ella traga saliva y Crowley nota su lengua recorriendo de forma inquieta el interior de su boca.

—No recuerdo nada —masculla, y su voz suena rota.

Crowley coloca una mano sobre su cabeza y la acaricia con suavidad.

—Está bien —susurra—. Seguiremos intentando.

Ella asiente y cierra los ojos, concentrándose en la caricia del hechicero.

Crowley se aparta, entonces, para hacer un recuento de los ingredientes que utilizó, de los que aún tiene, y de las nuevas combinaciones que puede probar.

—Entonces, si reduzco el acónito y agrego un poco de mandrágora...

Y solo porque le da la espalda, empeñado como está en encontrar una nueva fórmula que funcione, Crowley no ve las lágrimas que se deslizan por el rostro de la muchacha.

Las lágrimas que se deslizan por el rostro de Aziraphale. 

El castillo ambulante de CrowleyWhere stories live. Discover now