No sabe cómo afrontar la verdad: que no recuerda nada. No recuerda su nombre, ni cómo ha llegado a la tienda, ni quién es.
Y sabe que debería ofrecerle algo a este hombre que la ha salvado; que debería poder darle una respuesta sobre por qué se encontraba allí, sobre el incendio o sobre la desaparición de su amigo.
Sin embargo, no recuerda absolutamente nada.
Y eso es todo lo que puede decirle, cuando, finalmente, él le pregunta su nombre.
—¿No recuerdas nada? ¿Nada de nada?
Se muerde los labios, temiendo incomodarlo —si bien el hombre luce extrañamente sereno a estas alturas—, a la par que se esfuerza por no quedarse atrás (el hombre es más alto que ella y, por lo tanto, sus pisadas son más largas). Además, parece estar acostumbrado a subir las altas colinas de las afueras de la ciudad, hasta donde lo ha acompañado.
(Porque ¿qué otra cosa le queda, realmente?).
—¿Ni siquiera tu nombre?
Niega con la cabeza.
—Es como si... lo hubiera olvidado todo.
—Y ni siquiera tienes puesta tu ropa.
—¿Eh?
El hombre solo le señala sus ropajes con un movimiento de la cabeza, sus manos en los bolsillos.
—Ese atuendo tuyo es el de Aziraphale —De repente, parece recordar que ella no tiene memoria alguna—. Uh, es el atuendo de mi mejor amigo. Quien, si sumo dos más dos, asumo que es tu tío.
—¿Mi tío?
El hombre chasquea los dedos; súbitamente, la vestimenta ya no le queda grande, sino ceñida en justa proporción a su cuerpo femenino.
—Dijo que su sobrina, Anathema, lo visitaría pronto. Y debo admitir que el parecido es impresionante —le informa el hombre, sin mencionar su magia, deteniéndose en seco—. Por un momento, hasta pienso que estoy hablando con él.
A esto, ella no sabe qué decir, así que permanece en silencio. El hombre sonríe y, como para probar su punto, aparta las hebras rubias de su rostro con un gentil movimiento de su mano.
—Ah, sí —admite—. Reconocería esos ojos en cualquier lugar.
Siente algo extraño; como una calidez, casi una febrícula, invadirla ante el roce de los dedos del hombre.
—¿C-cuál es tu nombre? —escupe de pronto, sin poder evitarlo.
El hombre, sorprendido, retira su mano. Por un momento, ella se anima a observar de frente los ojos de un dorado intenso, un extraño ámbar serpentino, del hombre que le ha salvado la vida.
—Anthony —responde—, pero Aziraphale me llamaba Crowley.
Ese nombre le causa una repentina puntada en el pecho, como el eco de un recuerdo lejano.
Un recuerdo al cual no puede acceder.
—Y mi nombre es... ¿Anathema? —Es una pregunta a la vez que un ofrecimiento.
El hombre suspira.
—Eso creo, sí.
—No recuerdo nada —insiste ella—. No sé adónde ir, qué hacer, nada.
Crowley mira hacia atrás; a la casa que ya no existe, cuyos restos despiden una negra humareda. Luego, mira al frente y continúa la marcha. Ella hace lo mismo.
—Bien... Para ser honesto, yo tampoco sé nada sobre ti más allá de que eres sobrina de Aziraphale. Pero creo que él querría... Que él habría querido...
Ve el dolor sobre sus hombros; aún no ha tenido tiempo de llorar a su amigo.
Eso es algo que Crowley, obviamente, está guardando para cuando esté solo.
—Él habría querido que te ayudase —termina de un sopetón.
—De acuerdo —concuerda ella—, pero ¿cómo?
—Ah, puedo recuperar tus recuerdos, sin duda.
Eso la hace detenerse en seco.
—¡¿Puedes?! ¡¿Por qué no lo dijiste antes?!
—¡Ah, ah, ah! —replica Crowley, con el índice de la mano derecha en alto—. Puedo, pero no es algo que pueda remediarse de la noche a la mañana.
—¿No?
—No.
—¿Entonces...? —inquiere tentativamente, acercándose más al hechicero; no pasa por alto cómo él se aleja un paso a la derecha, la misma distancia que ella se ha acercado.
—Entonces, necesito los ingredientes y materiales requeridos.
—¿Nada más?
—Y tiempo. Unos meses, tal vez. ¿Tres lunas? ¿O cuatro? Ah, siempre pierdo la cuenta con estas pociones...
—Cuatro meses, entonces. Y, luego, ¿podrás devolverme mis recuerdos...?
—No hay nada que no pueda hacer —Por un momento, una expresión dolida cruza su rostro—. Bueno, casi nada.
No necesita preguntarle a qué se refiere; lo sabe perfectamente.
A quién se refiere.
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El castillo ambulante de Crowley
FanficHace mucho tiempo, en un pueblito de tejados pintorescos, había un sombrerero que adoraba tres cosas por encima de cualquier otra: los sombreros, un libro sobre un conejo de porcelana que no sabía amar y un hechicero, dueño de un castillo ambulante...