XXIX

149 35 1
                                    

Pero la llora. Oh, sí que la llora.

Adam y Warlock no dicen nada; tan solo intercambian miradas inquietas cuando lo ven levantarse con oscuras ojeras, cuando lo escuchan caminar arrastrando los pies —siempre, por supuesto, con una botella en mano—.

—Tal vez te vendría bien distenderte un poco —le menciona un día Adam, en el desayuno.

—¿Distenderme? —refunfuña Crowley apuñalando a una arveja con su tenedor—. Hmpf. Estoy distendido, estoy relajadísimo, Adam, ¿por qué piensas que no?

Una vez más, Adam y Warlock entrecruzan las miradas, lo que provoca que Crowley se levante de golpe, mandando su silla hacia atrás con un gran estrépito.

—Ugh. Perdí el apetito.

Y, sin decir nada más, se encierra de un portazo en su recámara.

—Ya no lo soporto más —resopla Warlock desde la chimenea.

—Está sufriendo —replica Adam—. Sé un poco comprensivo...

—No está en mi naturaleza. ¿Crees que le durará mucho?

Adam piensa en cómo Crowley la miraba, en cómo pasaban cada momento juntos, en cómo lucía... esperanzado al respecto.

Finalmente, decide callar; prefiere guardar silencio antes que mentir.

El castillo ambulante de CrowleyWhere stories live. Discover now