CAPITULO 7

300 68 14
                                    

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto.

                                                                                        Charles Dickens. «Historia de dos ciudades».

Aquella noche se hizo eterna.

Dormité de a ratos, entre imágenes sombrías, abismos y llantos, persecuciones angustiantes y gritos desgarradores. La imagen de mi amigo bañado en sangre me asaltaba a cada instante.

Con las primeras luces del alba decidí llamar a Susan y aunque no era la respuesta que deseaba escuchar, en cierto modo la esperaba: Jack seguía sin dar señales de vida.

Enjugándome las lágrimas, me calcé el uniforme y corrí al instituto con la esperanza de encontrar en su mochila alguna clave que me condujera a la verdad.

Al llegar, vi que el casillero de mi amigo se había transformado en una especie de santuario, muy a pesar de las autoridades de la preparatoria.

De manera espontánea, los estudiantes dejaban flores, cartas y oraciones para pedir por su pronta aparición con vida, haciendo caso omiso a las presiones — que de modo indirecto — ejercía el consejero del instituto en el afán de evitar que se pintaran grafitis o se escribieran mensajes en su casillero.

Para las autoridades del instituto, la desaparición de mi amigo y los rumores de un posible suicidio afectaban el prestigio de su institución, al igual que la muerte de los chicos en la casa del lago. Por esa razón, habían intentado desde temprano acallar los murmullos y frenar la mediatización del caso.

Cuando sonó el timbre, decidí no entrar a mi clase para revisar todo en detalle, con tranquilidad.

Mi mano temblorosa introdujo la llave y al abrirse la puerta de hojalata, la mochila de Jack cayó a mis pies.

Una carpeta azul, una tablet y un llavero de cuero con dos llaves era todo lo que había en su interior.

Recuerdo haberme sentado con la espalda contra la pared, con su carpeta en mi regazo. Un dibujo precioso de nuestra casa del árbol, a todo color y con mariposas revoloteando a su alrededor oficiaba de tapa. Apreciar esa imagen en detalle me hizo recordar con cuanta insistencia solía pedirle que estudiara Bellas Artes. Mi amigo tenía talento y una creatividad innata para el dibujo, no me cabía la menor duda.

Al hojear su carpeta, aparecieron manuscritas en los márgenes, frases como: «Mi vida apesta», «Soy débil», «Sólo encuentro paz en mi templo de las alturas», y llamativamente el número 33 repetido en casi todas las hojas.

«Otra vez el 33», recuerdo haber pensado y cerré la carpeta creyendo haberlo visto todo. Qué equivocada estaba. Faltaba lo peor.

Un dibujo absolutamente repulsivo en la gama de grises y negros se exhibía en su contratapa: un monstruo con torso humano, cabeza de lobo con cuernos retorcidos y colmillos largos y babeantes ofreciendo con ambas manos el triángulo con el símbolo del infinito en su interior. Al verlo, no dudé de que debía de tener algún significado religioso o diabólico. Últimamente, la lucha entre el bien y el mal era un tema frecuente de conversación en nuestros recreos y reuniones.

De repente, caí en la cuenta de que en menos de quince minutos esos pasillos vacíos se convertirían en un hervidero de estudiantes. Debía apresurarme a revisar la tablet de mi amigo.

El Maestro Del Juego(completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora