CAPITULO 38

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El corazón fue hecho para ser roto.

                                          Oscar Wilde

Corrí hasta caer arrodillada a su lado, lo tomé entre mis brazos y comencé a llorar meciéndome con su cabeza apretada contra mi pecho.

—No te vayas... —susurraba entre gemidos mientras lo acariciaba.

No sé cuánto tiempo habré estado en ese estado de desconsuelo, hasta que por fin dejó de temblar. Tom, mi compañero de aventuras, el perro que salvó mi vida, moría en mis brazos. Lo recosté sobre el césped y cerré sus ojos.

Pero en medio de las penumbras, algo llamó mi atención entre unas piedras cubiertas de musgo. Iluminadas por un haz de luz que se filtraba entre las copas de los árboles del jardín, yacía la capa roja y la cabeza de lobo con las que mi padre ocultaba su identidad en aquellas ceremonias siniestras.

En ese preciso instante juré que pagaría por todo el sufrimiento que había causado.

Ahora debía ir en busca de Liam. Temía por su vida.

— ¡Liam! ¡Liam!— gritábamos, mientras avanzábamos con Noah en medio del gentío.

— ¡Aquí estoy! — escuchamos por fin, a lo lejos.

Se aproximaba a paso lento, apretándose el brazo izquierdo con la cara empolvada en hollín y la mirada enrojecida. Corrí y lo abracé.

— ¿Qué te pasó? ¿Estás bien? —pregunté al notar su camisa ensangrentada.

—Estoy bien. Parece que todavía no era mi hora –e hizo una mueca de dolor.

—Se ve el orificio de salida de la bala. Tuvo suerte –dijo el policía que caminaba a su lado sosteniendo a la jovencita que había sido tomada como rehén.

Curaron nuestras heridas al lado de una ambulancia cuando el comisario se nos acercó:

—Pasó raspando ¿eh? Sí que eres valiente, viejo loco... —dijo apoyando apenas su mano sobre la espalda de Liam –Y te felicito por la pequeña leona – continuó, señalándome con la cabeza —. Tienes agallas, jovencita. Mañana, cuando estén más descansados, les haré algunas preguntas.

Ni bien el comisario se alejó, Liam debió haberme notado como ausente:

— ¿Te sientes bien?—me susurró. Negué con la cabeza.

— No debiste haber salvado a mi padre aquel día.

— Lo salvaría de nuevo —dijo sin titubear. Le clavé la mirada.

— Si no lo hubiese salvado, no te hubiese conocido –replicó, mientras acomodaba sobre mis hombros la manta que me cubría.

Sonreí.

—Nunca me dejes Liam –y recosté mi cabeza sobre su hombro. Él me abrazó.

Todos los vecinos miraban consternados detrás del cordón policial. La cúpula de aquella iglesia, símbolo de Nocksville, ardía perforada por el fuego desde sus entrañas.

Aquella imagen removía viejas heridas: el recuerdo de un conocido o quizás de algún familiar muerto sobrevolaba el cielo aquella noche.

—Este pueblo está maldito —comentaban algunos con sus rostros iluminados por las luces intermitentes de las ambulancias y patrulleros. Muchos guardaban silencio.

De improviso alguien se sentó a mi lado en la acera de la vereda.

Era Manuel, el joven que nos había alertado sobre el «suicidio del fin del milenio». Nos confesó su arrepentimiento al haber dejado que la dura realidad que atravesaba su familia lo llevara al límite de la locura. Sus padres eran migrantes mexicanos y sufría la discriminación especialmente en la preparatoria. Nos relató toda la mecánica de esta secta, una mecánica que yo había vivido en carne propia.

El Maestro Del Juego(completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora