CAPITULO 32

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La mente hace su propio lugar, y en sí misma puede hacer un cielo del infierno, y un infierno del cielo.

                                                           John Milton. «Paraíso perdido»

En ese estado de completa indefensión, alguien me tapó la boca y me arrastró hasta llevarme detrás de un árbol. Con mi rostro contra el tronco, sintiendo su repugnante aliento y el peso de su cuerpo contra mi espalda, una voz masculina me dejó en claro su mensaje:

—Se ve que no entendiste nada chiquilla —me susurró al oído—. O te dejas de jugar al detective... o irás a hacerle compañía a los treinta y tres en el cementerio.

El hombre presionó aún más el cuchillo dejándome en claro que no era un juego. Luego me soltó y en cuestión de segundos sus pasos crujieron en la hojarasca para luego esfumarse entre las sombras de la noche.

Quedé temblando sin animarme a nada. Estaba inmóvil y presa del espanto. Así permanecí no sé por cuánto tiempo hasta que la lluvia me obligó a salir corriendo.

No pude dormir en toda la noche. Apenas sí dormitaba, y cuando creía haberle ganado al miedo, se cruzaban en mis sueños seres con rostros desdibujados, sombras y callejones sin salida, persecuciones y huidas frustradas por mis piernas inertes, inmóviles, como si hubiesen echado raíces al suelo.

Poco antes de amanecer, y con mi habitación aún en penumbras, desperté sobresaltada con el vívido recuerdo de una de las tantas pesadillas de aquella noche: alguien asomándose en mi ventana con un sombrero que chorreaba agua y su silueta iluminada por los relámpagos.

Me senté bruscamente sobre la cama y me di con las hojas de la ventana azotándose por la fuerza del viento y la lluvia. No puedo asegurar si la había cerrado antes de acostarme. La conmoción por lo vivido no me dejaba confiar en mi memoria. Me sentía aterrada, pero decidí que no iba a dejar que ni la amenaza de esa noche, ni las que pudieran venir me impidieran seguir en la búsqueda de la verdad.

Debía focalizarme en Jenny. Necesitaba respuestas, de una vez por todas y estaba decidida a lograrlas, aun si fuera necesario usando la fuerza.

Aquella mañana en el colegio, con la excusa de ir al baño me dirigí al aula de Jenny. Al mirar por la ventana vi que su silla estaba vacía. Hice señas a Emma, una de las pocas chicas agradables de aquel curso, quien gesticulando me dio a entender que su compañera había faltado.

Aquel mediodía salí del instituto con la sensación de estar empantanada. No sabía por dónde seguir y además me sentía sola, demasiado sola. Decidí entonces ir a visitar a Liam.

— ¿Quién es? — se escuchó desde adentro.

—Soy yo, Alexia.

— ¡Empuja la puerta!

Al verme esbozó una leve sonrisa, exhibiendo sus manos llenas de engrudo y su cara cubierta de harina.

—Necesito una ayudante –dijo, señalando con la cabeza los bollos leudando sobre la mesa.

— ¡Sí, sí! ¿Dónde hay una asadera, así los voy colocando?

—En aquella puerta –dijo, señalando una desvencijada—. Pero antes hay que volver a amasarlos, niña —me advirtió, como intuyendo que no tenía ni la más remota idea de cómo se hacía el pan.

Se ató a la cintura un delantal de tela deshilachado, tomó un bollo y me enseñó armar los panecillos. Luego me dejó sola para que amasara los restantes, mientras él sacaba del horno la primera tanda ya cocida.

Seguimos por un buen rato amasando y horneando, mientras yo le daba charla y él dejaba caer uno que otro comentario, escueto y a su manera. Por momentos se le escapaba una sonrisa frente a alguna ocurrencia mía. De a ratos era él quien me sorprendía con alguna anécdota que despertaba en mí, aún más admiración y cariño que el que ya sentía por ese hombre triste y solitario que me había regalado un pequeño lugar en su vida.

—¿Tienes hambre? –preguntó.

—Mucho.

—Yo también. Hay estofado.

—No me voy a resistir

—Menos mal, porque no hay otra cosa—, dijo mirándome de reojo con picardía.

Sentí que entre los dos había nacido una cierta complicidad. Me asombraba que aquel rostro desfigurado que alguna vez me había infundido terror, ahora despertara en mí tanta ternura.

Comimos sentados en un rincón de la mesa acorralados por una decena de bollos que esperaban su turno para ser horneados.

—¡Está riquísimo! Me encanta que sea crujiente por fuera y esponjoso por dentro —le dije mientras limpiaba con un pedazo de pan recién horneado los restos de estofado de mi plato.

«Si me viera mi padre se escandalizaría por mi falta de educación», pensé.

Liam me contó acerca de su afición por la panadería y sobre su plan de montar su propio negocio. Yo le confié mi sueño de ser cantante y de formar un dúo con Mady.

Me aconsejó como un verdadero abuelo, con una sinceridad y una preocupación que solo manifiesta alguien por un ser muy querido.

Unas cuantas horas bastaron para sentir que podíamos confiar uno en el otro. Sus gruñidos, su parquedad al hablar, sus secos «sí», sus cortantes «no», parecían ser solo producto de una soledad largamente instalada en su vida y una marca registrada de su personalidad. Concluí que a pesar de nuestras aparentes diferencias, ambos éramos dos seres solitarios urgidos de amor.

El tiempo había volado: Liam debía llevar los panes a la iglesia para repartirlo entre los pobres, y me convocó para ayudarlo en esa misión.

Desde aquella tarde comencé a ir todos los días al cementerio, aunque solo dispusiera de unos minutos. A veces llevaba algo para comer, otras veces, amasábamos algo juntos y muchas otras nos conformábamos con comer algunas sobras. La comida era solo una excusa. Habíamos formado un vínculo auténtico, basado en un cariño sincero. Un vínculo de esos que no abundan, en los que no se espera nada a cambio.

Recuerdo que pasaron varios días sin que Jenny asistiera al Instituto, hasta que por fin regresó: al pasar frente a su aula, la vi charlando con dos compañeros. Pensé que sería inútil encararla ahí, debía enfrentarla a solas.

Cuando el timbre del recreo sonó, salí del aula a los empujones y codazos. Atravesé el patio corriendo hacia su aula y llegué justo a tiempo. Me abrí paso entre los alumnos que pugnaban por salir y sin darle tiempo a reaccionar, la tomé del brazo y se lo apreté como si estuviese haciéndole un torniquete, dejándole en claro en un susurro que no estaba jugando.

Sin soltarla la obligué a caminar unos pocos metros hasta el baño de mujeres y al entrar la arrinconé contra el lavatorio.

El Maestro Del Juego(completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora