Cap.4 "Perdidos"

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*Aviso* en este capítulo se narra una escena algo controvertida que puede herir ciertas sensibilidades. No creo que suponga un problema grave pero para evitar que nadie se lleve una sorpresa incómoda prefiero avisar. Os la indicaré con este símbolo • al empezar y al acabar.
Nada más, espero que disfrutéis el capítulo.😘






<Para Kike con cariño💜>

Con las primeras luces del alba, Agoney abandonó la residencia del maestro rumbo al puerto. No había conseguido conciliar el sueño en toda la noche. Los ojos del aprendiz, llenos de miedo, aparecían en su cabeza cada vez que cerraba los suyos. Algo se había enganchado a su pecho y le pinchaba, como un bichito travieso que quisiera abrirse paso en su interior. A todo eso se le sumaba la preocupación por Diego, que a primera hora llegaría a Palos y estaría solo ante el peligro. No saber que podría encontrarse el muchacho le atormentaba. Pensar que podría sufrir algún daño y no estar él para protegerle le frustraba. Por eso, cuando la cama ya era más un castigo que un descanso, salió rapidamente buscando ponerse manos a la obra. Necesitaba centrar su cabeza en otra cosa y solo en las responsabilidades encontraba su escape. Al contrario que a los demás, a él sus obligaciones le servían de reposo y refugio. Se escondía en ellas para huir de si mismo y de ese caos que bramaba en lo más profundo de su ser. Cuando estaba al mando de una misión era fácil ser él, había creado un personaje con el que podía controlar todo y que a la gente le era fácil seguir y admirar, cosa que con su verdadero yo jamás sucedería. Por eso se aferraba a su función cada vez que creía perderse en la bruma. Lo malo es que esto, cada día le servía menos, porque al llegar la noche solo encontraba asco y desprecio hacia si mismo y a su hipocresía. Cuando se quedaba a solas odiaba llevar esa doble vida, y no porque despreciase su condición, si no por no poder llevarlo con orgullo y a la luz. Por tener que avergonzarse de algo que tanto le satisfacía y le hacía sentir vivo. No podía entender que algo que movía en él solo buenos sentimientos fuera un error. Y aunque la sociedad trataba a los hombres como él de monstruos, solo se consideraba así por desperdiciar su vida siendo alguien de mentira.
Con el gesto serio subió a su caballo y rompió con sus cascos el silencio de la calle que ya empezaba a despertarse con los primeros madrugadores que se dirigían a sus oficios y quehaceres.

La belleza de las callejuelas sevillanas le fue levantando el ánimo y tuvo que contener el aliento y frenar su montura al pasar por la puerta de la catedral. Aquella mole de piedra tallada al detalle era algo casi mágico. ¿Cómo la mano del hombre podía crear tal belleza en nombre de Dios y a la vez, en su nombre, cometer tantas atrocidades?.

Nunca se llevó bien con la iglesia y su doctrina. A sus ojos no veía más que contradicciones en ella. Promulgaban la austeridad, el recato y el buen hacer pero sus palacios eran los más hostenstosos y sus mesas las más llenas, así como sus alcobas las más concurridas. Los hombres más crueles que había conocido formaban parte de ese estamento cargado de soberbia, aunque tenía que reconocer que en más de una parroquia humilde, también había conocido a sacerdotes que se desvivían por sus feligreses, y que estando en la más absoluta pobreza, daban todo por los más necesitados. Por eso tenía claro que lo que corrompía a las personas era el poder y no la fe que practicasen.

Con paso calmado fue acercándose a la orilla del río. Allí la vida había empezado hacía rato y todo estaba lleno de gente que iba de un lado a otro. Cientos de puestos vendían su mercancía a voz en grito, los pilluelos deambulaban por allí atentos a cualquier despiste con el que poder robar algo de comer y las barquitas empezaban a bajar por el río llevando y trayendo cosas a los pueblos cercanos.
Se paró durante un buen rato en el puente que cruzaba al arrabal de Triana, conocido como puente de barcas*, por las numerosas embarcaciones que allí paraban. Era el límite hasta donde podían llegar los grandes barcos y el único acceso a ese barrio tan popular. Había oído hablar de los grandes expectaculos de cante y baile que se realizaban allí y sintió ganas de poder asistir a alguno.
Empezaba a recuperar el buen humor cuando se percató de la pequeña comitiva que enfilaba el puente en ese momento.
Con la cabeza gacha y el torso descubierto, avanzaba un hombre sobre un burro. Detrás de él, otro mucho más corpulento le azotaba desde su caballo con la cara cubierta. Por un segundo estuvo a punto de saltar de su yegua y salir en su ayuda, al ver como aquel joven apenas podía mantenerse sobre la montura. Su cuerpo presentaba graves heridas debido a las torturas a las que seguramente había sido sometido, cosa que no frenaba al verdugo que con todas sus fuerzas, golpeaba su espalda ensangrentada con un látigo de tres cabezas hecho de esparto.
Todo a su alrededor quedó en silencio cuando el condenado pasó a su altura.
La gente se presignaba y lo miraban, unos con pena o miedo, otros con desprecio.

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