XII: Los alumnos

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Mientras en la sala principal del edificio se hervía al fuego lento de los intercambios velados por intereses personales una conversación sobre el posible e inminente fin del mundo, a unos metros del lugar se estaban desarrollando otros acontecimientos, que tenían estrecha relación con un grupo desconocido evocado por Selenna Pendragon como los responsables de todo aquel lío.
Lo curioso era que para tratarse de una reunión de semejante importancia, la seguridad había sido un tema de preocupación trivial, sólo en lo aparente. Los grandes líderes estaban convencidos, desde los políticos a los religiosos, que nadie les atacaría estando todos juntos. Cada una de las más de veinte personalidades allí reunidas contaba con su pequeño equipo de seguridad especial, entre cuatro a cinco guardaespaldas entrenados y equipados con lo básico.
Por lo demás los miembros de HexHell que habían solicitado la reunión se habían encargado también de seleccionar un cuerpo de defensa específico para aquel día.
Aquellos hombres y mujeres estaban entrenados y preparados, y estaban tanto o más convencidos que sus líderes, del hecho de no entrarían en acción porque era sencillamente una locura que alguien los atacara en ese preciso momento, en ese preciso lugar.
Lo que ninguno de ellos podía suponer era que en realidad, ya los habían atacado.
"Todas las cadenas son tan fuertes como su eslabón más débil, lo único que debemos hacer, es encontrarlo", había dicho el Profesor, a sus tres "alumnos" de ese día. Esas palabras, que había aprendido por sí mismo al leer sobre ellas, escondían una verdad increíble por su sencillez pero efectividad, una de esas realidades que el Profesor atesoraba profundamente.
Ningún individuo era tan fuerte como cuando estaba en grupo. Pero a su vez, nunca era más vulnerable que cuando se creía fuerte.
Mikel Shuartz, ajeno a las conflagraciones de terceros, se preguntaba dónde estaría aquella mujer mientras la buscaba disimulado con la vista. La había conocido precisamente ayer, en un breve pero interesante intercambio que surgió repentino en los pocos minutos que el equipo de seguridad dedicó a informar sobre los procedimientos que seguirían para la reunión del Concilio.
No era muy común que en momentos así los equipos confraternizaran, pero había algo en los ojos de esa belleza, en su tono, que hacia imposible no formar parte de una conversación donde estuviera presente.
Sus labios eran pequeños y finos, pero de aquella boca salían palabras muy interesantes.
La joven se había presentado como Tiny, o algo parecido, y Mikel tenía todavía presente la sensación con la que se fue tras haber entablado conversación con ella. La certeza de que frente a su persona había podido desnudar hasta sus más íntimos pensamientos, pero no los profundos, o los reflexivos, no, sino más bien los más... viscerales, los más terribles incluso.
El extraño placer de matar, ese calor en la boca del estomago y en los testículos de saber que poseía formas y armas para matar. La dulce gloria de la mentira, esa sensación privilegiada de saberse el único dueño de la verdad. Con ella, extrañamente, había hablado de cosas que en otro momento ni siquiera se habría figurado mencionar.
Era perturbador, sin dudas, pero quería más.
Necesitaba más de lo que aquella mujer ofrecía con su voz suave y sus rubios cabellos que se apartaba del rostro con cierto gesto altivo cada poco tiempo pues el mechón rebelde volvía siempre a cubrirle parte del rostro.
Como si la hubiera llamado con el pensamiento, la vió.
Allí estaba, y caminaba en su dirección.
—¿Hay algo más triste que cargar las armas para no usarlas? —preguntó llegando a su lado. Sonreía. El chaleco y en pantalón militar le quedaban un tanto extraños sobre el cuerpo de mediana estatura, pero por lo demás allí estaban sus ojos, esos ojos que obligaban a uno a excavar en su propio cementerio de recuerdos prohibidos. Y los finos labios rosa pálido, que invitaban a conversaciones del tipo que uno solo podía tener en voz baja. 
—No voy a negar que lo prefiero así. Sin novedades en el frente —dijo Mikel, quien custodiaba la puerta central.
—No le mientas a una mentirosa. Anda, ¿de verdad no quisieras un poco más de acción? —la joven se puso a su lado. Esbelta, confiada, peligrosa. Mikel contaba con alguna experiencia con mujeres así. Pero nunca, y en eso tenía que ser sincero consigo mismo, nunca dueñas de aquellos ojos que lo atravesaban como flechas de acero.
Esos ojos habían fijado su atención en Mikel y de hecho, ahora lo recordaba, le habían regalado algo la noche anterior.
"Puedes guardarlo si quieres. Mañana me lo devuelves" rememoró Mikel al pasar su mano por el encendedor con que ella le había encendido un cigarro cuando él se lo pidió.
Ese encendedor estaba en su bolsillo y por algún motivo sólo entonces recordaba aquella entrega de la noche pasada. 
—Conozco unos cuantos lugares donde la acción no sería problema. Es una lastima que este no será uno de ellos. —lanzó Mikel acariciando el encendedor en su bolsillo.
—¿Acaso no podemos conocerlos ahora? —preguntó la mujer, sacando un paquete de cigarrillos y tomando uno para sí. Lo miró al llevarselo a la boca y sonrió. Mikel también rió.
—¿Dices que deberíamos abandonar nuestro puesto? Eso seria traición—alegó Mikel observando a su alrededor. A lo lejos podía divisar a otros compañeros, haciendo la ronda. Nadie parecía estar muy atento en su puesto. Sacó entonces el encendedor dorado, antiguo, de los que ya no se consiguen.
—Nunca mejor dicho —murmuró la joven acercándose hasta el soldado que le daría aquello que necesitaba.
Cuando Mikel le acercó el encendedor con las manos por delante ella le cortó el cuello de lado a lado.
No usó una navaja, sino la tapa de una lata de duraznos que había degustado la noche anterior. Para cuando Mikel se llevó las manos al cuello ya la sangre manaba imparable y cualquier intento de gritar había sido reemplazado por la incontrastable verdad de que estaba muriendo. Sus ojos se abrieron de par en par como buscando con la mirada decir aquello que con la voz no podía, y preguntaron a su verdugo "¿por qué?" pero no obtuvieron más respuesta que un reflejo imperturbable, perturbador y extrañamente sabio, como si se mirase a sí mismo en un espejo.
En eso centró su mente cuando cayó al suelo y murió.
Tiny, cómo se había presentado la noche anterior, sujetó el encendedor en el aire y no lo dejó caer. Lo presionó entonces con ambas manos y de repente ya no tuvo un artilugio dorado entre ellas, sino que sostenía una llave.
—Lastima. Me hubiera gustado que no funcionara del todo bien, doctor —dijo con un leve tono de pena en la suave voz. Pasó por encima de Mikel, sin preocuparse en pisar el charco de sangre que la tierra ya comenzaba a beber, y abrió el portón central con la llave.
Deberían de haber unos tres guardias apostados del otro lado pero cuando el pesado artilugio de metal estuvo abierto del todo lo que había eran dos hombres que no aparentaban ser  militares o policías. De los guardias, ni rastro.
—Por fin Elizabeth, ya me estaba impacientando —murmuró él de la derecha lanzando una mirada de reproche a la mujer.
Se trataba de un hombre de una altura promedio, metro setenta quizá más, que tenía el cabello castaño revuelto y todo su cuerpo cubierto por tatuajes. Dos aritos de metal se veían en cada una de sus fosas nasales y tenía otro más justo en el labio inferior. Cada uno de los dedos de su mano poseía un anillo diferente y sobre la piel se le podía ver como una fina película azul oscura o negra, que era la tinta de los diferentes y variados tatuajes que como complejos trazos surcaban y ocupaban hasta el último centímetro de la en otro tiempo pálida piel.
—Aquí soy Tiny, Täto, te agradecería que lo recuerdes. Deja ese nombre para cuando la función termine —la mujer se apartó y les dejó paso. Cuando el joven identificado por el nombre de Täto se acercó ella y él retrocedieron juntos dejando al tercer hombre a una distancia de casi un metro.
—D, querido, creo que vas a tener que esperar. No vi rastro del guardián entre los invitados. Por algún motivo aún no está aquí. —dijo Elizabeth, mirando al tercer hombre.
Se trataba de un joven de no más de diecinueve años, vestido de negro y con una gorra de lana que le cubría casi hasta los ojos. En comparación a los otros dos podía haber pasado por un hijo o un hermano.
Era alto, delgado y sus ojos oscuros además de estar sumergidos en medio de grandes ojeras no dejaban de mirar el suelo como si fuera lo más interesante del mundo.
—Esperaré —dijo aquel identificado como "D", en un murmullo apenas audible, casi lacónico.
—Bonito lugar —Täto miró directo a la mansión frente a ellos mientras se adelantaba unos pasos. —Tiene historia, se nota —dijo quitándose el chaleco que llevaba y dejando al descubierto dos brazos fornidos y surcados por la tinta de sendos tatuajes desde la muñeca al codo y de allí hasta los hombros. —Aunque no son una verdadera obra de arte —comentó dejando caer el chaleco en el suelo. A su lado "D" pasó caminando como si aquello no le importara y se dirigió a un pino cercano que ofrecía su sombra varios metros a su alrededor.
—Esta mansión no se siente. Se ve, se disfruta, pero no se siente. No como mis tatuajes —dijo y aunque hablaba en voz alta parecía estar en un monólogo consigo mismo.
La temática de los diseños que adornaban su piel parecía seguir un hilo conductor que por momentos podía ser el horror más primitivo y en otros instantes la violencia más variada.
Bocas abiertas en mordiscos feroces, garras ensangrentadas, machetes y rifles muy realistas, cuerpos deformes superpuestos unos encima de los otros hasta deformarse aún más, y terribles bestias repletas de ojos, brazos alargados y tentáculos.
Su cuerpo visto así parecía el lienzo sobre el que un demente hubiera dejado registrada su obra. Curiosamente a medida que hablaba la piel tatuada parecía danzar, como si algo se moviera debajo. —Muy bien chica, que comience la...
Pero el sonido de una gran explosión lo cortó a media frase. El piso tembló y hasta el cielo pareció sacudirse y cubrirse de inmediato de fuego y humo negro proveniente de un ala de la mansión que dio la impresión de sacudirse entera incluso a la distancia.
Elizabeth sostenía en sus manos ya no una llave o un encendedor, sino un aparato gris con la forma de un control remoto de solo un botón rojo central.
—Perdón, ¿ibas a decir algo? —preguntó sonriente retirando su dedo alargado del botón, mientras el fuego, los gritos y el estruendo comenzaban.

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