Interludio: Santos mercenarios

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El convento de santa Catalina se encontraba en las afueras del antiguo poblado de Lombardía, en Italia. Curiosamente se llegaba a él tras cruzar sinuosos y entreverados caminos internos de tierra, detalle que a propios y a extraños sorprendía cuando caían en cuenta de que era aquel un convento dedicado exclusivamente a los niños huérfanos. Su acceso difícil lo hacía un lugar que muchos habitantes de la zona conocían pero al que pocos podían llegar con facilidad.
Por sus calles de tierra no transitaban vehículos y en cualquier caso aunque así hubiera sido, los visitantes o curiosos no habrían visto más que paredes altas con alambrado disimulado por la maleza y dos portones negros enormes que permanecían siempre cerrados.
Cuando el padre Montzsenior se acercó a su frente, los dos portones de acero ennegrecido estaban abiertos de par en par para recibirlo.
Un hombre y una mujer esperaban inmóviles en la entrada y se apartaron cuando el vehículo del padre se acercó a ellos.
Le indicaron donde estacionar y recibieron a su invitado con un saludo amigable en cuanto esté descendió del vehículo.
—Es un honor su visita padre —dijo la mujer. Su cabello en una coleta le caía hasta los hombros. Tenía mejillas animadas y la nariz puntiaguda de una antigua casa noble hoy ya olvidada. Sus ojos grandes y verdes daban por completo a un rostro que destacaba por su belleza.
—El convento de la Santa Catalina le da la bienvenida —ensayo el otro a su lado. Era un muchacho rubio de piel muy pálida que con rapidez enrojeció mientras saludaba.
Lo había dicho todo en latín.
—Muy bueno pero no perfecto. No es la santa, sino santa a secas —corrigió el padre Montzsenior, también en latín, al tiempo que estiraba una mano para colocarla en el hombro del muchacho. 
—Me alegro ver que los cachorrillos descarriados de entonces crecieron mucho y bien —agregó con una sonrisa mientras que recorría con sus ojos viejos el rostro de los jóvenes. Lucían fuertes, seguros, parecía ayer cuando habían llegado a ese mismo convento empapados hasta el alma y llenos de barro hasta la cabeza, lloriqueando y cubiertos de heridas. Habían escapado de esclavistas y de alguna manera se las arreglaron para llegar hasta allí.
Sus cuerpos habían crecido mucho desde entonces pero en sus ojos se veía el fuego de aquel momento, aunque controlado.
Ahora tenía un propósito y bien sabía el padre Montzsenior que no había mayor fortaleza para el espíritu perdido que la de un objetivo por el que dar su vida.
—El padre Yesus lo espera en su habitación. —le comunicó Lorax, el muchacho que había ido a recibirlo, y Montzsenior asintió dedicándole una mirada ahora al lugar en que se encontraba.
El prado de un verde intenso y los edificios mucho más antiguos que el mismo se mezclaban con la naturaleza añeja de ese bosque casi virginal dándole un toque de verdadera magia.
Aquí sitio sería digno de un retiro espiritual... o permanente, pensó divertido. "Los días son cada vez más agotadores" se dijo a si mismo.
Agradeció a sus interlocutores y se despidió de ellos encaminándose a paso lento hasta el edificio central del convento. Conocía bien el camino.

Al llegar lo hizo feliz por descubrir que el padre Yesus hubiera dado buena cuenta de las flores y plantas que él mismo donó al lugar en una de sus pasadas visitas.
Con cuidado subió los escalones de madera del porche y se adentró en la vieja casa con rumbo a la escalera que se encontraba a dos metros de la puerta.
En el segundo piso, al fondo de todo, estaba la habitación del líder de aquel lugar.
A su alrededor, el padre Montzsenior contempló la multitud de cuadros y figuras religiosas que adornaban las paredes. Desde un crucifijo grande y pesado tallado en mármol hasta imágenes del hijo de dios compartiendo el pan y sufriendo su martirio posterior.
Estas últimas, las imágenes del dolor, eran las que abundaban y a Montzsenior no le sorprendió en lo más mínimo.
—Padre, es un placer volver a verlo —saludó Yesus desde su escritorio.
Llevaba puestas las gafas de metal y un largo traje negro con la escayola de siempre, que lucía gastada por el uso. Aún así el largo cabello negro estaba peinado y aplastado con bastante gel dándole la apariencia de haber recibido una gran lamida en toda la cabeza.
—Por favor siéntese —dijo señalando la silla colocada frente a él. 
—Muchas gracias —contestó Montzsenior. —El viaje ha sido largo y afortunadamente vine sentado durante casi todo el trayecto. Aún así, a esta edad las piernas parecen casi no querer sostenerlo a uno. Noto que ha estado ocupado —murmuró lanzando una mirada a la inmensa cantidad de papeles sobre la mesa.
—Como todos. Está nueva amenaza nos tiene muy alterados y en momentos de necesidad es cuando los lideres estamos más exigidos. Pero dígame, ¿qué lo trae por aquí? —el padre Yesus se quitó las gafas que dejó sobre la mesa y esperó por una respuesta. 
Es un buen muchacho pensó Montzsenior. Pero demasiado ambicioso, demasiado deseoso de una nueva guerra. Apuesto a que te quemarías las pestañas trabajando si con eso consiguieras exterminar a todos los que consideras enemigos. 
—Curiosamente, la amenaza que usted menciona. —dijo finalmente. —Los Genealogos. Desde que ese tal Profesor se presentó en la mansión todo mundo ha estado alerta, recavando información y llevando a cabo sus actividades orientadas a descubrir la identidad de este enemigo. —El obispo Montzsenior suspiró y se miró las manos viejas y gastadas como si de objetos con mucho uso se tratase. "Quizá así ha sido" pensó. —Me temo que tiempos inciertos acechan. El futuro peligra y una nueva guerra puede estar gestándose. Desconocemos casi todo del enemigo mientras que él parece conocerlo todo de nosotros. Y estar preparado para luchar, lo que significa que o son demasiado locos o demasiado poderosos. En estos tiempos es cuando los católicos del mundo necesitan de una iglesia fuerte que pueda protegerlos. 
—Sería un privilegio y un honor absoluto poder brindar cualquier clase de ayuda —contestó con solemnidad el padre Yesus. 
—Me alegra escuchar eso. Tiempos difíciles necesitan hombres capaces y usted ha dado probada cuenta de serlo. Así lo considera el sumo pontífice y también yo. —Ante estas palabras el padre Yesus no pudo más que sonreír y balbucear algún agradecimiento. 
—Lo que se necesite —dijo con la voz entrecortada.
—Roma cree haber encontrado una pista interesante a seguir. Algo en Portugal. —El padre Montzsenior metió la mano entre sus vestimentas y extrajo un sobre de papel caoba que deposito con cuidado sobre el escritorio encima de los otros papeles.
—El sello de su santidad el papa —murmuró el padre Yesus mas para si que para su invitado. Todo parecía indicar que en Roma verdaderamente estaban tomándose en serio la amenaza bajo la que se encontraban. Le costo reprimir una sonrisa al tiempo que tomaba la carta y le echaba un vistazo.
Estaba escrita en latín, por supuesto.
—¿Está usted aquí para dar cuenta de la carta o también para llevar una respuesta a su santidad? —preguntó una vez que hubo leído aquel papel y tras meditar las implicaciones de semejante pedido.
—Entregar la carta es una parte de mi tarea. No se necesita respuesta pues Roma sabrá si el trabajo se hace como también si no —respondió amablemente el obispo Montzsenior.
—Se hará —aseguró el padre Yesus con voz firme. 
—No lo dudo. Sin embargo tengo otra tarea para realizar. Los principales lideres han estado hablando. El futuro se ha vuelto más incierto aún si cabe. No sabemos que puede llegar a sucede pero incluso para el peor de los casos debemos estar preparados. Si hay que dar pelea no podemos menos que ganarla. 
—Todos los miembros bajo mi mando estarán preparados para sortear cualquier problema que surja. —
—Era justo lo que quería escuchar —afirmó Montzsenior ofreciendo la mejor de sus sonrisas. —No quisiera quitarle más tiempo buen hombre. Muchas gracias por su atención. —Se levantó y se santiguó. 
El padre Yesus se paró de igual forma y tras hacer lo mismo se llevó una mano a la altura del corazón. 
—Los mercenarios de San Agustín se honran con el pedido y lo cumplirán con prontitud y sin ningún error, como es propio de nosotros. Gloria eterna al que encomienda su vida al bien mayor. —recitó. 
—Padre, no esperaba menos de usted. Que Dios lo bendiga. —dijo y se despidió. 

El patio del convento lucía como el de un jardín de infantes en pleno recreo.
Los sonidos de las risas de los niños se mezclaban con sus griteríos diversos y el obispo se detuvo unos segundos a consciencia para admirar aquel panorama.
A lo lejos le llegaba el ruido de las vacas y las ovejas que criaban en los corrales levantados y mantenidos por los propios internos del lugar. 
La alegría de los más pequeños llenó su alma como la contemplación de un amanecer tras una larga noche.
Finalmente cuando visualizo a quien buscaba levantó la mano y lo llamó con un gesto al tiempo que lo saludaba.
Robespierre se encaminó a paso ligero.
Dos chiquillas se cruzaron en su camino y el padre se detuvo para dejarlas seguir corriendo.
Era un faro elevado entre las turbulentas aguas.
—Quien diría que al crecer nos olvidamos de lo bueno de jugar —se lamentó el obispo Montzsenior al tiempo que Robespierre llegaba a su lado. En comparación del hombre viejo ya no parecía un faro sino un fósforo de gran cabeza. 
—¿Me estaba buscando? —preguntó estrechando su mano. 
—En medio de todo el caos no tuve tiempo de agradecerle por su buen trabajo en la mansión. Parece que se encargó de muchos enemigos usted solo. 
—Nada del otro mundo —contestó casi distraído el padre Robespierre. —Ni siquiera pensé en eso. Este lugar cautiva toda mi atención. —afirmó. 
—Siempre es bueno un cambio de aire. —aseguró Montzsenior —Roma es tierra santa pero aún así carece de esta naturaleza tan especial. Hay algo de sagrado en los viejos modos de vida.
A veces parece que el mundo los hubiera olvidado y me reconforta descubrir que no es así —.  
Los dos hombres permanecieron unos momentos sin decir nada, respirando y observando. 
El mundo de los niños y los no tan niños siguió su curso a su alrededor. 
—No fue la búsqueda de naturaleza lo que lo trajo aquí ¿verdad? —interrumpió finalmente Robespierre. 
—El segundo padre ha pedido por usted. Quisiera poder verlo algún día próximo. Está ya muy anciano como usted sabrá, y no estoy seguro si sea por la edad pero sus dones se manifiestan de formas cada día más potentes. Su nombre es uno que ha repetido con bastante insistencia.  
—No es costumbre que los mercenarios nos reunamos de esa manera. 
—Tome en cuenta que además de ser uno de los cuatro mercenarios, el padre también es un miembro especial de la iglesia. No busca una reunión bajo su condición de mercenario, sino de segundo papa —. 
Robespierre no pudo evitar sonreír ante aquella mención. "El segundo papa". Siempre le causaba gracia que a un hombre al que conocía desde hacía tantos años se lo llamara así.  
—Iré. Presumo que en cuanto me libere de la tarea que con toda seguridad nos ha venido a solicitar, porque tampoco creo que hiciera todo el viaje hasta aquí solo para decirme esto. —Dijo finalmente.
—Es usted muy perceptivo. Los enemigos de la iglesia están por todos lados padre Robespierre. Pronto será enviado a lidiar con un grupo de estos. 
—Traidores y blasfemos. Monstruos. Criaturas de pesadilla. Da igual lo que sea, los exterminaré a todo —murmuró el padre Robespierre y Montzsenior tuvo la duda de si le estaba hablando a él o no. 
—Buena suerte —le dijo entonces y estrechó su mano para despedirse. 
—Benditos los que en mí creen, pues suyo será el cielo. Amén —. Escuchó que decía el padre mercenario Robespierre mientras se alejaba, al tiempo que su rostro ensombrecido se elevaba hacía el rojo cielo del atardecer a donde su plegaria iba dirigida. 





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