5: Pasteles de barro en una locomotora

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Estar sin Martina fue un proceso incluso más tedioso que el mismísimo aburrimiento

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Estar sin Martina fue un proceso incluso más tedioso que el mismísimo aburrimiento. Deambulaba apático entre cuatro paredes, incapaz de disfrutar mis vacaciones como lo haría de estar rodeado de redes sociales y videojuegos.

Me sentí encerrado en una casa de arquitectura extraña que ya no me interesaba descubrir, no solo. Si algo ocultaba aquel lugar prefería dejarlo enterrado, como la primera amistad que me ofreció Larem y que mi madre me arrancó sin remordimientos.

Me quedaba dormido sentado, comía sin ganas, abandonaba mis lecturas al no ser capaz de procesar un párrafo aunque lo releía al menos diez veces.

Hasta que me cansé de estar cansado.

Aproveché el momento más oportuno que se me presentaría: el día libre de mi padre.

No me habría sorprendido que él rechazara ese respiro del trabajo y se quedara en la oficina de todos modos, pero por alguna razón no lo hizo. Lo que no significa que no se encerrara en su despacho a darle vueltas al caso del que nadie quería hablarme.

Me encaminé hacia ese pedazo de la casa que le pertenecía en exclusivo a él, a sus secretos y a las ideas que surgían de su soledad, con la poco inofensiva pretensión de perturbarlo. Al fin y al cabo, era su hijo.

Le invadí los sueños a mi madre, tenía algo de derecho a interrumpir la tranquilidad del otro responsable de traerme a este mundo tan extraño.

Pero, poco antes de llegar a su despacho, en uno de los pasillos que intentaban emular el interior de un navío con grabados de coordenadas en la madera de las paredes, las firmas de los tripulantes y retratos de los más ávidos piratas de la ficción, escuché voces.

Eran mis padres.

Hacía tanto que no era testigo de comunicación entre ambos, más que entre miradas hostiles, saludos fugaces y despedidas breves para distancias eternas. Esa es la excusa que pongo a no poder contenerme, al haberme quedado a escuchar.

En mi defensa, no tuve que hacer mucho esfuerzo por descifrar sus palabras ya que sus voces, al principio ahogadas a modo de susurro, perdían los papeles a medida que el diálogo se extendía. Pronto ambos estaban gritando, facilitando mi trabajo de espionaje.

—Por favor, Wendy, no lo puedes mantener aislado toda la vida.

—A ti no te importa porque es un Garfio, crees que será como tú. ¡Quieres que la gente piense que es como tú! Primero me mato antes de dejar que conviertas a mi hijo en ti.

—Nuestro hijo, Wendy. Nuestro. Yo también ayudé a hacerlo y desde ese maldito día no me he despegado ni de él ni de ti. No tienes nada que reprocharme. —Su voz se escuchaba tan acalorada que casi sentí su resplandor traspasar la pared a mi altura del pasillo—. Además, no puedes acusarme de querer meterlo al mundo del crimen solo por sugerir que vaya a un colegio normal.

La masacre de Nunca Jamás [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora