30: El club de los Garfios

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Yo sé que esperan que les diga que el día después corrí a los brazos de Nadie como un romántico arrepentido, que entré por su ventana y le dediqué un poema sangriento, que nos escapamos a Nunca Jamás a estar malditos juntos, lejos de la lluvia, ro...

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Yo sé que esperan que les diga que el día después corrí a los brazos de Nadie como un romántico arrepentido, que entré por su ventana y le dediqué un poema sangriento, que nos escapamos a Nunca Jamás a estar malditos juntos, lejos de la lluvia, rodeados de las historias de Peter y de los fantasmas del pasado que merodeaban entre los árboles. O tal vez no es lo que esperan y solo soy yo justificando mis fantasías, lo que habría querido hacer, pero que resistí a toda costa por no perder mi orgullo.

Siempre fui un libro abierto, uno repleto de mentiras de un narrador poco fiable. Decía que estaba bien y temblaba en las noches de necesidad por otra palabra de aquel misterioso chico que me destrozó el corazón y me desordenó los pedazos con un beso.

En los últimos días ocurrieron pocas cosas, la más significativa era el silencio. Era sorprendente cómo un gesto tan vacío podía contener tanta frialdad. Y no era un misterio para nadie que el hielo quema, y que mientras más tiempo se esté cerca de él más daño hace.

Martina evitaba hablarme desde que volví aquella noche, fui arisco, antipático y evité a toda costa cualquier pregunta sobre a dónde había ido o cómo me fue. Era increíble como un el momento más esperado de mi vida podía ser tan doloroso cuando me tocaba recordarlo. El problema era esa punzante certeza de que no se volvería a repetir.

Estaba sentado a la mesa de la sala en casa de Anita, evitando el incómodo contacto con mi amiga, cuando mi padre llegó hecho un manojo de estrés y cansancio. Llevaba el cabello goteando, seguramente había vuelto a olvidar el paraguas en el trabajo al. Llevaba la gabardina doblada, una resma de papeles que se escapaban de la carpeta impermeable que los resguardaba, un vaso de café a punto que perdió la tapa en el camino y estaba a punto de derramar todo su contenido.

Mi padre arrojó todo en la mesa, un error que terminó por potenciar su frustración porque al depositar el vaso con tanta brusquedad salpicó chorros de su caliente líquido oscuro sobre varias de las hojas desperdigadas por la superficie de madera.

Terminó maldiciendo una lista de nombres que jamás había oído en mi vida, con las manos a la cabeza tirando de sus húmedos mechones de cabello como si fueran los culpables de todo.

—Papá, ¿qué pasa?

Corrí a ayudarlo a quitarse la gabardina antes de que se dislocara un hombro, estaba seguro de que me iba a pegar con su puño a secas en la cabeza para que me le quitara de encima, pero se dejó manipular como un muñeco de trapo cansado a punto de echarse a llorar como un niño. Lo conduje al sofá más próximo y lo ayudé a desplomarse en el con el brazo contra los ojos para disimular las lágrimas de frustración que debían estarle quemando las retinas.

Me arrodillé frente a él.

—¿Papá…?

—Estoy bien, hijo.

Comenzó a acariciarme el cabello como se hace a un gato afectuoso. Casi me sentí ronronear ante ese gesto. Esos momentos, en los que recordaba que a pesar de todo seguía teniendo un padre, uno que ocultaba su cansancio detrás de su espalda para que yo no tuviera que cargar con nada mientras a su manera me abrazaba, me hacían sentir como un niño en una situación normal. No le reprocharía jamás a mi padre cumplir con su deber en su trabajo, no mientras quedaran instantes en los que recordara que yo también me encontraba ahí, tan pequeño y desorientado.

La masacre de Nunca Jamás [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora