Olvida el cuento que conoces, puede que los villanos de esta historia te den menos escalofríos que sus cuestionables protagonistas.
Iván Garfio, único sobreviviente de la masacre de Nunca Jamás, se atreve a contar su historia 20 años después.
Listo...
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Lo hice a principios de enero. Una época de calma y recuperación por los despilfarros y trasnochos navideños, sin el peligro de toparme con una armoniosa reunión familiar. Enero eran treinta y un días de resaca, enero era el mes perfecto para mi crimen.
Martes a las cuatro de la mañana, tomé la réplica de la llave hecha por Don Esteban y me encaminé a La llovizna. Carl, el cartero, nunca salía al trabajo antes de las siete, y no me daba la impresión de que necesitara tres horas para arreglarse, así que estaba muy seguro de que a las cuatro sería mi momento, además de ser un punto ciego de Larem, donde ni las ancianas se han levantado todavía.
Llevaba un par de calcetines en cada bolsillo de mi gabardina. Usar zapatos anticiparía mis pasos a cualquiera que estuviese cerca, necesitaba la ventaja muda del algodón y la ligereza de mis pies en su más óptima condición.
Al quedar frente a la puerta de Carl me quité mis zapatos y cambié mis calcetines por un par seco, introduje mi llave en su cerradura y abrí la puerta apenas lo suficiente para que mi cuerpo delgado se escurriese dentro antes que la luz y la lluvia.
Si se lo preguntan, no sentí miedo. Era apenas una sombra deambulando en medio de una oscuridad a la que estaba acostumbrado, haciendo menos ruido que el viento. Meses enteros transcurrieron en la anticipación de aquel clímax, momentos en los que me convertí en el titiritero del pueblo, en un maestro de costura hilando hasta el último de los cavos para que encajara en mi plan. Me convertí en una extensión de Larem, en su silueta. La gente me aceptaba como a la lluvia y, cuando quería, podía incluso ser ignorado como ella. Estar ahí, al fin en marcha, era como aventarse de un avión sin paracaídas, sintiendo la adrenalina del vértigo sin el freno del terror, porque sin importar nada, abajo me esperaría una limpia caída coordinada por mí.
Me atreví incluso a entrar al cuarto de Carl. El único rasguño en el silencio eran sus ronquidos, yo había puesto en mute mis pensamientos y mi respiración y de él me valí para desplazarme con el sigilo de la muerte, robar el manojo de llaves, el uniforme, la ficha de trabajador y el documento de identidad.
Tan osado me sentí que me tomé el tiempo de conseguir lápiz y papel y dejar un mensaje sobre su almohada: «La sombra de Larem volverá a dejar lo que se llevó».
Me vestí en el recibidor de la casa y guardé mis cosas dentro del bolso de Carl.
Desde luego, ni con todo el disfraz me parecía a un adulto, pero sí un joven lo bastante grande como para trabajar de voluntario en una agencia de envíos.
Salí, me monté en su bicicleta, cerré la casa con llave y emprendí el viaje.
Como dato curioso, esa no era la primera vez que me subía a su bicicleta, aunque esa sí había sido la primera bicicleta que manejaba. Con ella, y gracias a varios robos esporádicos de los que nadie se enteró jamás, aprendí a montar. Mis rodillas no se habían curado del todo de los raspones y magulladuras producto de las infinitas caídas que tuve que superar al nunca haberme visto interesado en aprender un arte tan esencial en un pueblo como ese.