24: Madre e hijo

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Esa noche leí el epílogo de Motivo para matar

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Esa noche leí el epílogo de Motivo para matar. Era hora de responder las interrogantes, acabar con los secretos y asesinar las mentiras. Comprendí que en la vida, y más en Larem, las personas estaban malditas pero ninguna era enteramente victima ni por completo verdugo. Alicia había asesinado a una niña con toda una vida por delante, arrancándola de los brazos de amigos y familiares que la llorarían hasta que su propia muerte llegara a salvarlos. Alicia ideó toda una conspiración, se inventó un asesino en serie para encubrir sus huellas y condenó a cadena perpetua y repudio social absoluto a un hombre que, si bien no era del todo inocente, no había cometido el crimen del que se le acusaba.

Entiendo por qué Patrick, o el señor Pan, se habría horrorizado al conocer las atrocidades que cometió la mujer que trajo al mundo a Alice, la chica con la que se casó; pero lo que él no entendió va más allá de que Alice fuese independiente de las abominables acciones de su creadora, lo que no entendió fue que Alicia no era un demonio.

Alicia merecía la cárcel como la mereció el hombre al que inculpó, pero había matices que desdibujaban la absoluta maldad con la que muchos la pintaron. Lo que hizo fue producto del cansancio. Alicia fue una mujer con un sueño, ser actriz, que se usó para destruirla. El único hombre que le ofreció una oportunidad guardó fotografías desnudas de ella para usarlas a cambio de sexo. Extorsionada, obligada a entregar su cuerpo sin objeciones, pasó el resto de su vida ideando el momento en que diría ese glorioso «ya basta, conmigo no juegas más».

Así que no era un demonio. Era una mujer que decidió que solo ella misma podría darse la justicia que necesitaba. Lo entendí porque, cuando se tiene a una madre presa en su propio sótano, se aprenden muchas cosas sobre la moral que no te enseñan en la biblia, se aprende a empatizar con los criminales, entiendes que, al igual que tu, solo son personas.

Por ella, por Alicia, decidí que mi madre también merecía una oportunidad para explicarse.

Así que al amanecer, cuando mi padre ya había entrado a mi cuarto a entregarme el desayuno que mamá preparó y luego se hubo marchado a trabajar como cualquier otro día, yo bajé a verla.

Solía evitarlo a toda costa. Estar cerca de sus ojos envenenados de odio y malicia tenía un efecto fulminante en mi estómago. Su cinismo me enfermaba, sus sonrisas me hacían querer borrarlas con el fuego de las velas con las que tanto jugaba. Cada mención a nuestro lazo de madre e hijo eran lo peor, un recordatorio de las cadencias de mi vida, de lo mucho que la odiaba por no poder haberme amado como alguien normal, porque ella no tendría mérito en mis logros venideros, solo en los traumas que se profetizaron desde sus extremos castigos y se rectificaron con la puñalada al costado de mi padre.

Pero esa mañana obvié todas mis reservas y le di la cara.

Solo la reja me salvaba de salir corriendo. Verla me provocaba temblores que me esforcé por disimular.

La masacre de Nunca Jamás [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora