23: El sauce que no podía mentir

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Me arrastré, sombrío y sediento, buscando un lugar dónde llevar el peso de mi alma y dejarla varada para nunca más volver por ella

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Me arrastré, sombrío y sediento, buscando un lugar dónde llevar el peso de mi alma y dejarla varada para nunca más volver por ella.

Cuando llegué al centro de Larem el cielo comenzaba a esclarecer, las nubes bajaron del cielo, rodeándome, y el ritmo de la lluvia menguó hasta convertirse en sonata de medianoche.

No supe hacia dónde iba hasta que estuve frente al gran vidrio que transparentaba los aparadores, repisas y paredes repletas de relojes en exhibición. Él estaba ahí, como siempre, sentado en su mecedora con una pipa humeando entre sus dedos y la vista en todos esos años de errores, placeres y mentiras de los que tanto me había hablado; ajeno a mi presencia, inmune a mi dolor; suficientemente preocupado por un hijo rebelde, impenetrable y que no lo felicitaba desde hacía ocho cumpleaños aunque vivían bajo el mismo techo, solos los dos. Era un acto de maldad incordiarlo con el peso de mis hombros, pero no tenía otro lugar a dónde ir.

No quería enfrentar a Martina. No quería volver a casa y comer la comida que mi madre presa cocinó en el sótano. No quería volver a las páginas de Motivo para matar y recordar que afuera seguía libre un monstruo y que las respuestas podían estar en un pasado que se me transparentaba mientras más trataba de hurgar en él. No quería ni ver a la cara a mi padre y confesarle que acababa de perder la amistad más importante de mi vida y que de no ser por pequeñas circunstancias que me detuvieron, habría vuelto a la casa como un asesino.

Así que entré, pese a ver el letrero de cerrado. Don Esteban rara vez cerraba realmente su puerta, siempre a la espera de que su hijo volviera, sobrio o borrado, entero o sangrando, eufórico o al borde del suicidio, de otra noche que jamás le pertenecería a su padre.

No me moví del umbral, él vino a mí. Y, de repente, me desplomé en sus brazos.

♧♧●♧♧

El hambre me había debilitado más de lo me había detenido a pensar. Estaba exhausto, sediento, me temblaban hasta las ideas y tenerme en pie era una imposibilidad.

Desperté dentro de la casa de Don Esteban, lo que se traducía a todo detrás de la puerta al fondo de la tienda. Solo había una puerta más que daba al único baño. El lugar estaba dividido por una cortina para separar las cosas de Sebastian, su hijo, aunque la privacidad fuera en sí inútil teniendo en cuenta que solo había una cama litera, la cual tenían que compartir.

Además, todo el espacio que le pertenecía a Don Esteban era más bien un desastre que incluía un aparador lleno a la vez de útiles personales, cosméticos para el cabello y de higiene, y trastos de cocina. Esto cobró sentido una vez vi a mi amigo arrodillado frente a un fogón, calentando lo que supuse que era agua para mí.

Esas minúsculas cuatro paredes eran todo lo que ellos tenían. Casi me sentí asqueado del barco en el que vivía, yo me merecía mucho menos todo aquel espacio, Don Esteban se merecía el cielo.

La masacre de Nunca Jamás [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora