20: El apellido maldito

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El siguiente recuerdo que tuve fue sobre la copa de un árbol

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El siguiente recuerdo que tuve fue sobre la copa de un árbol. La inesperada comodidad de un lecho de hojas tiernas, entre fuertes y quebradizas, amontonadas sobre una cuna natural hecha del punto en que todas las ramas convergen; eso fue lo que me recibió.

Mi desorientación era tal que no solo no procesaba las señales de dónde estaba, sino que tampoco entendía cómo había llegado hasta ahí.

Pude haber compuesto los relatos más oscuros esa noche, ambientados en mi temor y en la incertidumbre; pude hacer de las siluetas enmascaradas de los árboles más lejanos un ente de maldad acechando entre los puntos ciegos para devorar todo atisbo de paz, cualquier rastro de una sonrisa, aunque sea interna. Pude haber transformado los movimientos fugaces, a los que no conseguía explicación, en la mano de la muerte que certera y presurosa barría las hojas secas en busca de vida, opacando hasta el más sencillo de los verdes para dejar el bosque sumido en una perpetua mezcla de marrones, grises y negro.

Pero no escribí nada, por supuesto. Despojado como estaba, no solo de lápiz y papel sino de toda capacidad para razonar, ¿quién habría podido?

Estaba inmerso en mi estupor, incapaz de conectar dos ideas o de retroceder en mi memoria para darle un sentido a mi situación.

Me asomé hacia abajo, todo desde mi posición se veía distorsionado, como si la oscuridad que bailaba alrededor de todo hiciera mutar las cosas de tamaño y posición.

Me agarré a una de las ramas para colgar mi cuerpo y colocar mis pies dispuestos para el descenso, pero cuando me quise sostener con la mano izquierda, descubrí el artefacto que, irónico, la sustituía.

Una base cromada semejante a una manga cubría mi muñeca. No sentí nada bajo la extraña manga metálica, ni siquiera su presión, pero deduje que estaría sujeto con dientes internos pues al tratar con todas mis fuerzas de tirar de esta ni siquiera se movió. Y donde debieron haber estado mis dedos, estaba una larga varilla curva con punta de flecha. Un garfio.

Quien lo puso en el lugar de mi mano tenía bastante sentido del humor.

La imagen me invadió tan de improviso que me solté de la rama de la que me sujetaba.

Sentí con pavor todo el poder de la fuerza gravitacional que me arrastraba hacia abajo, y grité, agitado, a la vez que intentaba por cualquier medio detener aquella aciaga caída. Me agarré a una rama que se quebró enseguida, y de ella me aferré al tronco con tal fuerza que el inevitable descenso me arrancó las uñas y raspó mis brazos.

Por suerte, en un palmo mi caída se interrumpió de forma tan abrupta que sentí un tirón doloroso en el brazo. El hombro y parte del cuello me quedó doliendo, estaba seguro de que me había dislocado algo, pero al mirar hacia arriba bajó un poco mi temor y solo pude sentir el alivio de haber burlado a la muerte una vez más pues el árbol tenía al menos unos quince metros de altura y sin ese freno milagroso la caída me hubiese matado.

La masacre de Nunca Jamás [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora