XXIV

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TERMINADAS las felicitaciones, todos se retiraron, hablando de las últimas noticias de las recompensas obtenidas aquel día, y de los cambios de algunos altos funcionarios públicos.

—¿Qué pensaría usted si se concediese a la condesa Maria Borísovna un cargo en el ministerio de la Guerra, y se nombrara a la princesa Vatkóvskaia jefe de estado mayor? —decía un viejecillo que ostentaba orgulloso su uniforme lleno de bordados, a una hermosa camarista, la cual le había hecho preguntas sobre los cambios ocurridos.

—Pues en ese caso —contestó la dama, sonriendo— a mí se me debe nombrar ayudante de campo.

—El puesto de usted se halla indicado ya —replicó el vejete—; usted forma parte del departamento de cultos y tiene por ayudante a Karenin.

—Buenos días, príncipe —añadió el viejecillo, estrechando la mano a un personaje que se acercaba.

—¿Habla usted de Karenin? —preguntó el príncipe.

—Alexiéi Alexándrovich y Putiátov han sido condecorados con Alexandr Nevski.

—Creí que ya la tenía.

—No. Mírelo usted —repuso el viejecillo, señalando con su tricornio bordado a Karenin, que, en pie en el umbral de una puerta, hablaba con uno de los hombres influyentes del consejo del imperio, ostentando en su uniforme de corte el nuevo cordón rojo—. Mire usted —repitió el viejecillo—, está contento como un niño con zapatos nuevos.

—Ha envejecido —dijo un chambelán que se acercó a su vez para estrechar la mano al que hablaba.

—Es porque tiene muchas cavilaciones. Pasa la vida escribiendo proyectos, y aun en este instante no dejará a su desgraciado interlocutor sin explicarle todo punto por punto.

—¿Quién dice que ha envejecido? Yo sé que inspira pasiones, y que la condesa Lidia debe estar celosa de su mujer.

—Ruego a usted que no hable de la condesa Lidia.

—¿Es algún mal que se enamore de Karenin?

—¿Es verdad que la señora de Karenin ha llegado?

—Sí, pero está en San Petersburgo, no en el palacio; la encontré ayer, cogida del brazo de Vronski, en el paseo de la Morskaia.

—C'est un homme qui n'a pas... —comenzó a decir el chambelán, pero se interrumpió para saludar al paso a un individuo de la familia imperial.

Mientras se criticaba y ridiculizaba a Karenin, este último saludaba a un individuo del consejo del imperio, y sin moverse de su sitio, le explicaba todo un largo proyecto financiero.

Casi al mismo tiempo de verse abandonado por su mujer, Alexiéi Alexándrovich se halló en la penosa situación del funcionario público a quien cierran el paso en la marcha ascendente de su carrera; y tal vez é1 era el único que no echaba de ver que esta había terminado. Su posición era importante aún; seguía formando parte de muchas sociedades y comisiones, mas parecía ser uno de aquellos de quienes ya no se espera nada: había concluido su tiempo. Todo cuanto proponía parecía viejo, gastado, inútil; pero, lejos de juzgarlo así, Karenin creía, por el contrario, apreciar los actos del gobierno con más exactitud desde que dejara de formar directamente parte de él, y juzgaba deber suyo indicar ciertas reformas. Escribió un folleto poco después de la marcha de su esposa; se refería a los nuevos tribunales, y era el primero de los que debía publicar, relativos a los diversos ramos de la administración. No pocas veces, satisfecho de sí mismo y de su actividad, pensó en el texto de San Pablo: «Aquel que tiene mujer, piensa en los bienes terrenales; el que carece de ella solo se ocupa en el servicio del señor».

La marcada impaciencia del individuo del consejo no inquietó en nada a Karenin, pero se interrumpió en el momento en que un príncipe de familia imperial acertó a pasar, y su interlocutor se aprovechó para esquivarse.

Una vez solo, Alexiéi Alexándrovich inclinó la cabeza, trató de coordinar sus ideas y dirigiendo una mirada distraída a su alrededor, se encaminó hacia la puerta, donde pensaba encontrar a la condesa.

«¡Qué rozagantes y robustos están —se dijo, mirando al paso el cuello vigoroso del príncipe, estrechado en su uniforme, y al apuesto chambelán de perfumadas patillas—. Demasiado verdad es que todo va mal en este mundo.»

—¡Alexiéi Alexándrovich! —gritó el viejecillo, cuyos ojos brillaron con expresión maligna, mientras Karenin pasaba saludando fríamente—. Aún no lo he felicitado a usted.

Y señaló la condecoración.

—Muchas gracias; este ha sido un buen día —contestó Karenin, recalcando, según su costumbre, las palabras «buen día».

No se le ocultaba que aquellos señores se burlaban de él; mas como no podía esperar de ellos sino sentimientos hostiles, se mostraba indiferente.

Los amarillentos hombros de la condesa y sus hermosos ojos de expresión pensativa atrajeron muy pronto a Karenin a otra parte, y se dirigió a la dama, sonriendo.

El tocado de Lidia Ivánovna había costado muchos esfuerzos de imaginación, como todos los que confeccionaba hacía algún tiempo, pues tenía empeño en llevar adelante un plan muy distinto del que se propuso treinta años antes. Entonces lo que quería era adornarse con lo que fuera y cuanto más mejor. Ahora, por el contrario, había de adornarse forzosamente de modo que no correspondía a sus años y aspecto, y debía, por tanto, preocuparse de que el contraste de su atavío con su apariencia no fuera demasiado ostensible. En lo que afectaba a Karenin lo había conseguido; él no solo no lo notaba, sino que le parecía encantadora. La simpatía y la ternura de aquella mujer eran para él un refugio único contra la animosidad general; y en medio de aquella multitud hostil se sentía atraído hacia la condesa como una planta por la luz.

—Lo felicito a usted —dijo Lidia, fijando su mirada en la condecoración.

Karenin se encogió de hombros, cerrando los ojos a medias y conteniendo la sonrisa de alegría.

La condesa sabía que aquellas distinciones eran la más viva satisfacción de Alexiéi Alexándrovich, aunque no quisiese convenir en ello.

—¿Qué hace nuestro ángel? —preguntó, aludiendo a Seriozha.

—No puedo decir qué esté muy satisfecho —contestó Karenin, elevando las cejas y abriendo los ojos—; y Sítnikov no lo está más —era el pedagogo encargado del niño—. Según le dije a usted, observo en él cierta frialdad para las cosas esenciales que deben interesar a toda alma humana, hasta la de un niño.

Y Karenin se extendió sobre el asunto que, después de las cuestiones administrativas, le preocupaba más: la educación de su hijo. Hasta entonces no le había interesado el asunto; pero comprendiendo después la necesidad de instruirlo, consagró algún tiempo a estudiar libros de antropología, de pedagogía y obras didácticas a fin de formar un plan de estudios que el mejor maestro de la ciudad se encargó después de poner en práctica con arreglo a las instrucciones recibidas.

—Pero ¿y el corazón? —dijo la condesa, con expresión sentimental—. A mí me parece que ese niño tiene el de su padre, y con el corazón tan grande no puede ser malo —añadió con admiración.

—Tal vez... En cuanto a mí, cumplo con mi deber, y esto es todo lo que puedo hacer.

—¿Vendrá usted a mi casa?—preguntó la condesa, después de un instante de silencio—. Hemos de hablar de un asunto triste para usted, y la verdad, yo hubiera dado cuanto hay en el mundo para que no evocase ciertos recuerdos; pero otros no piensan así. He recibido una carta de ella; está aquí, en San Petersburgo.

Alexiéi Alexándrovich se estremeció, pero su rostro recobró al punto la expresión de mortal inmovilidad que indicaba su impotencia para tratar semejante asunto.

—Ya lo esperaba —dijo.

La condesa lo miró con entusiasmo, y ante aquella grandeza de alma, algunas lágrimas de admiración brotaron de sus ojos.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora