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«VARVARA Andriéievna, en mi juventud imaginé un ideal de la mujer que yo elegiría por compañera; Solo usted realiza mi sueño; yo la amo y le ofrezco mi nombre.»

Con esta declaración amorosa en la mente, Serguiéi Ivánovich miraba a Váreñka, que arrodillada en la hierba, a diez pasos de él, defendía una seta contra los ataques de Grisha, a fin de dársela a los pequeños.

—Por aquí, por aquí hay muchas —gritaba con su argentina voz.

No se levantó al acercarse Serguiéi, pero toda su persona manifestaba la alegría de verlo.

—¿Ha encontrado usted alguna cosa? —le preguntó, mirándolo con la sonrisa en los labios.

—Nada —contestó Serguiéi Ivánovich.

Después de indicar a los niños los sitios mejores, Váreñka se levantó y se reunió con Serguiéi; los dos anduvieron un corto trecho; Váreñka, dominada por su emoción, presentía que Serguiéi deseaba decirle algo; y de pronto, aunque no tenía deseos de hablar, rompió el silencio para decir casi involuntariamente:

—Si no ha encontrado usted nada es porque siempre hay menos setas en el interior del bosque que en el lindero.

Serguiéi suspiró sin contestar, porque aquella frase insignificante lo desagradó. Quería volver la conversación a las primeras palabras de Váreñka acerca de su infancia. Pero en contra de su deseo contestó, después de una pausa, a las últimas palabras de Váreñka.

Pasaron unos minutos, se apartaron de los niños y se encontraron completamente solos. El corazón de Váreñka latía con tanta fuerza que creía oír los latidos y sentía cómo se ruborizaba, palidecía y de nuevo se ruborizaba.

Ser esposa de Koznyshov, después de su situación con la señora Shtal, le parecía el colmo de la felicidad. Además, estaba casi segura de haberse enamorado de Serguiéi Ivánovich. Y en aquel instante se iba a decidir todo. Sintió miedo. Miedo a lo que pudiera decir y a lo que se callara. El momento era propicio para una explicación, y Serguiéi Ivánovich, al observar la turbación de la joven, que miraba al suelo, reconoció que la ofendía callándose; se esforzó, pues, para recordar sus reflexiones sobre el matrimonio, pero en vez de las palabras que tenía preparadas, dijo otra cosa muy distinta:

—¿Qué diferencia hay —preguntó— entre el hongo y la seta?

Los labios de Váreñka temblaron al contestar.

—Solo hay diferencia en el pie.

Los dos comprendieron que todo había concluido; las palabras que debían unirlos no se pronunciarían ya, y la profunda emoción que los agitaba se calmó poco a poco.

—El pie de la seta recuerda una barba negra mal afeitada —dijo Serguiéi Ivánovich, tranquilamente.

—Es verdad —contestó Váreñka con una sonrisa.

Los dos se dirigieron involuntariamente hacia el paraje donde estaban los niños: Váreñka, confusa y resentida, aunque aliviada, y Serguiéi Ivánovich repasando mentalmente sus razonamientos sobre el matrimonio, los cuales le parecían ahora falsos: no podía ser infiel al recuerdo de Masha.

* * *

—Poco a poco, niños; poco a poco —gritó Levin algo enfadado, poniéndose delante de su esposa e intentando protegerla al ver que todos se precipitaban hacia Kiti con gritos de alegría.

Detrás de los niños aparecieron Serguiéi Ivánovich y Váreñka; Kiti no necesitó preguntar para comprender por su expresión tranquila y algo confusa que la esperanza que abrigó no se realizaría.

—¿Y qué? —preguntó su marido cuando volvían a casa.

—No cuaja —dijo Kiti con una sonrisa, recordando a su padre en su manera de reír y hablar, lo que Levin observaba a menudo en ella con placer.

—¿Qué quiere decir «no cuaja»?

—Esto; mira lo que hacen —repuso Kiti, cogiendo la mano de su marido, llevándosela a la boca y tocándola con sus labios cerrados—. Como se le besa la mano a un obispo.

—Pero, ¿quién es el que «no cuaja»? —preguntó Levin riendo.

—Ni el uno ni el otro. Mira, es así como debe hacerse.

—Cuidado. Ahí vienen unos aldeanos.

—No, no han visto nada.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora