XXVII

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LA elección principal, la del mariscal de la provincia, no se efectuó hasta el sexto día; la multitud se agolpaba en las dos salas, arreciando los debates bajo el retrato del emperador.

Los delegados de la nobleza se habían dividido en dos grupos, los antiguos y los nuevos: entre los primeros se veían solo uniformes que habían pasado de moda, cortos de talle y oprimidos, como si sus poseedores se hubieran desarrollado mucho, notándose algunos de marina y de caballería de muy antigua fecha; los nuevos delegados llevaban, por el contrario, uniformes de moda y chaleco blanco, distinguiéndose también varios de corte.

Pero la división entre antiguos y nuevos no coincidía con la división en partidos. Algunos jóvenes, como pudo observar Lievin, pertenecían al grupo conservador, mientras que algunos viejos nobles hablaban a solas con Sviyazhski y eran, al parecer, ardientes defensores del nuevo partido.

Lievin había seguido a su hermano a la pequeña sala donde se fumaba y comía, procurando seguir la conversación de que Koznyshov era el alma, y de comprender por qué dos mariscales de distrito hostiles a Snietkov se empeñaban en que presentase su candidatura. Oblonski, con traje de chambelán, se unió al grupo después de haber almorzado.

—Somos dueños de la situación —dijo, arreglándose las patillas, después de escuchar a Sviyazhski y de confirmar sus palabras—; y si Sviyazhski interviene, será pura afectación.

Todo el mundo parecía comprender, excepto Lievin, que no entendía una palabra; para ilustrarse, se cogió del brazo de Stepán Arkádich, y le manifestó su asombro por el hecho de que varios distritos hostiles exigieran al anciano mariscal que presentase su candidatura.

—¡Oh, sancta simplicitas! —exclamó Oblonski—. ¿No comprendes que, estando adoptadas nuestras medidas, es preciso que Snietkov se presente, porque si desistiera, el partido antiguo elegiría un candidato, burlando así nuestras combinaciones? El distrito de Sviyazhski hace la oposición, habrá votaciones y nos aprovecharemos para proponer candidato elegido por nosotros.

Lievin comprendió solo a medias, y hubiera continuado sus preguntas si no hubiesen llamado su atención los clamores que partían de la sala grande.

—¿Qué ha ocurrido?... ¿Qué? ¿Un voto de confianza? ¿A quién? ¿Por qué?... Lo rechazaban... ¿A Fliórov?... ¿Qué importa que esté bajo la acción de causa?... Si continúan así, no van a dejar votar a nadie... ¡La ley! —oía Lievin por todas partes y junto con todos entró en la amplia sala y, empujado por los electores, se acercó a la mesa junto a la cual discutían acaloradamente el mariscal, Sviyazhski y otros nobles.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora