XII

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DESPUÉS de haberse despedido de sus visitantes, Anna comenzó a pasear por las habitaciones, sin ocultarse que hacía algún tiempo sus relaciones con los hombres tomaban cierto carácter de coquetería casi involuntaria, y se confesaba que había hecho lo posible para trastornar la cabeza a Lievin; pero aunque este la hubiera agradado y encontrara cierta analogía secreta entre él y Vronski, a pesar de ciertos contrastes exteriores, no era en él en quien pensaba: la perseguía otra idea.

«Puesto que ejerzo una atracción tan sensible en un hombre casado, enamorado de su esposa, ¿por qué -se preguntaba- no la tengo yo para él? ¿Por qué se muestra tan frío? Aún me ama, pero alguna cosa nos divide. No ha vuelto en toda la noche, bajo el pretexto de vigilar a Yashvin, como si este fuera algún niño. No miente, sin embargo, lo que se propone es probarme que quiere conservar su independencia; pero como yo no la discuto, no necesitaba hacer eso. ¿No podrá comprender el horror de mi vida presente y esta larga expectativa y un desenlace que no llega? ¡Siempre sin respuesta! ¿Qué puedo hacer yo entretanto? ¡Nada; solo reprimirme, tascar el freno y forjarme distracciones! Esos ingleses, esas lecturas y ese libro no son sino tentativas para aturdirme, como la morfina que tomo por la noche. ¡Solo su amor me salvaría!», murmuró, y sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar en su suerte.

En aquel momento resonó un campanillazo bien conocido, y Anna, enjugándose los ojos, fingió la mayor serenidad, y fue a sentarse junto a la lámpara con un libro en la mano; quería manifestar su descontento, pero no dar a conocer su dolor; era preciso que Vronski no se permitiese compadecerla; y de este modo ella misma provocaba la lucha, aunque acusaba a su amante de querer empeñarla. Vronski entró, muy contento y animado, se acercó a ella y le preguntó alegremente si se había aburrido.

-¡Oh, no; ya he perdido la costumbre! Stepán Arkádich y Lievin han venido a verme.

-Ya lo sabía. ¿Te agrada Lievin? -preguntó Vronski, sentándose al lado de Anna.

-Mucho; hace un momento que acaban de salir. ¿Qué has hecho de Yashvin?

-¡Qué terrible pasión la del juego! Ganaba ya diecisiete mil rublos, y había conseguido llevármelo, cuando se me escapó de pronto y ahora lo está perdiendo todo.

-Entonces, ¿por qué vigilarlo? -preguntó Anna, levantando la cabeza bruscamente y mirando atentamente a Vronski con la expresión fría y disgustada-. Después de haber dicho a Stepán que te quedabas con tu amigo para impedirle jugar, ¿acabas al fin por abandonarlo?

-En primer lugar, yo he encargado a Stepán que no te dijera nada; en segundo, no acostumbro mentir -contestó Vronski, con fría resolución-, y, por último, he hecho lo que convenía hacer. Anna -añadió después de una pausa-, ¿a qué vienen esas recriminaciones? -y alargó hacia ella su mano abierta, esperando que la estrechase; pero un mal espíritu aconsejó a Anna no dar la suya, como si las condiciones de la lucha no le dejasen bajar la cabeza, aunque le agradaba este gesto de ternura.

-Seguramente -dijo- has hecho lo que te parecía mejor; no lo dudo, pero no es necesario insistir en ello. ¿Para qué me lo dices? ¿Hay alguien que discute tus derechos? ¡Si quieres tener la razón, te la doy!

Al ver que Vronski retiraba su mano con aire resuelto, añadió:

-Esta es una cuestión de tenacidad por tu parte, y solo se trata de saber quién de los dos vencerá. ¡Si tú supieras hasta qué punto me creo estar en el borde de un abismo y me espanta a mí misma cuando manifiestas ese carácter hostil, no me lo darías a conocer!

Y entristecida al pensar en su suerte, volvió la cabeza para ocultar sus lágrimas.

-Pero ¿a qué viene todo eso? -dijo Vronski, atemorizado al ver aquella desesperación e inclinándose hacia ella para coger su mano y besarla-. ¿Puedes acusarme porque busco distracciones fuera? ¿No huyo de la compañía de mujeres?

-¡No faltaría más sino que la buscases!

-Vamos, dime lo que necesitas para ser feliz; estoy dispuesto a todo para evitarte una pena -añadió, al verla entristecida.

-No, no es nada -repuso Anna-; la soledad y mis nervios me ponen así; no se hable más del asunto. Cuéntame lo que ha ocurrido en las carreras -añadió, procurando disimular el orgullo que experimentaba por haber triunfado en esta pequeña batalla-, pues aún no me has dicho nada.

Vronski pidió de cenar, y mientras comía repitió los incidentes de la carrera; pero por la inflexión de su voz y su mirada cada vez más fría, Anna comprendió que le hacía pagar su reciente victoria, y que no le perdonaría nunca las palabras «me espanto de mí misma y creo estar en el borde de un abismo». Esta era un arma peligrosa de que no convenía servirse ya; Anna reconoció que entre ellos se interponía un espíritu de lucha que no podía dominar, así como tampoco Vronski.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora