IX

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AGOBIADO con estos pensamientos, leía y meditaba; pero el objeto deseado parecía alejarse cada vez más.

Convencido de la inutilidad de buscar en el materialismo contestación a sus dudas, releyó, en el último tiempo de su residencia en Moscú y en el campo, las obras de Platón, Espinosa, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, que correspondían a su modo de ver, y cuyas doctrinas comparaba con otras enseñanzas, sobre todo con las teorías materialistas; mas, por desgracia, apenas buscaba, independientemente de estos guías, la aplicación a cualquier punto dudoso, volvía a caer en las mismas vacilaciones. Los términos espíritu, voluntad, libertad y sustancia solo tenían sentido para su inteligencia mientras seguía el hilo artificial de las deducciones de aquellos filósofos, quedando entonces cogido en el lazo de sus sutiles distinciones; pero considerada desde el punto de vista de la vida real, la armazón se derrumbaba, y no veía ya más que un conjunto de palabras sin relación con «aquella cosa» más necesaria en la vida que la razón.

Hubo un tiempo en que leyendo a Schopenhauer, sustituyó la palabra voluntad por amor, y esta nueva filosofía lo consoló durante dos días. Pero se derrumbó cuando la miró desde las posiciones de la vida.

Serguiéi Ivánovich le aconsejó que leyese a Jomiakov; y aunque le disgutaron el rebuscado estilo de este autor, lleno de exageración, y sus marcadas tendencias a la polémica, le admiró ver cómo desarrollaba la idea siguiente: «El hombre no podía llegar solo al conocimiento de Dios, pues la verdadera luz está reservada para una reunión de almas, a las cuales inspira el mismo amor, y esta reunión es iglesia». Este pensamiento reanimó a Lievin... ¡Cuánto más fácil era aceptar la Iglesia establecida, santa e infalible, puesto que tiene a Dios por jefe, con sus enseñanzas sobre la creación, la redención, y llegar por ella a Dios; cuánto más fácil era esto, repetimos, que no sondear el impenetrable misterio de la divinidad para explicarse después la creación, la redención, etc.!

Mas, ¡ay!, después de haber leído, a continuación de Jomiakov, una historia de la iglesia escrita por un autor católico, Lievin volvió a recaer dolorosamente en sus dudas. La iglesia griega ortodoxa y la iglesia católica, ambas infalibles en su esencia, se excluían mutuamente, sin que la teología ofreciese fundamentos más sólidos que la filosofía.

Durante toda aquella primavera, Lievin pasó horas crueles.

«Yo no puedo vivir —se decía— sin saber lo que soy y con qué objeto existo; puesto que no puedo adquirir este conocimiento, la vida es para mí imposible. En la infinidad del tiempo, de la materia y del espacio, se forma una célula orgánica que se sostiene un momento y se rompe después... ¡Esa célula soy yo!»

Tan doloroso sofisma era el único, el supremo resultado del trabajo del pensamiento humano durante muchos siglos; era la creencia final en que se basaban las investigaciones más recientes del espíritu científico; era la convicción dominante, y Lievin, sin explicarse bien la razón, y simplemente porque esta teoría le pareció más clara, se penetró de ella sin que interviniese su voluntad.

Pero esta conclusión era en su concepto más que un sofisma; vio en ella la obra irrisoria de algún espíritu del mal, y era deber suyo liberarse de ella... La liberación estaba al alcance de todos. Era preciso romper la dependencia del mal. Y el medio de conseguirlo era la muerte. Amado, feliz, padre de familia, Lievin alejó cuidadosamente de su alcance toda clase de arma, como si hubiera temido ceder a la tentación de poner término a su largo suplicio.

Por eso no se mató, y quiso seguir viviendo y luchando.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora