VII

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AGAFIA Mijáilovna se alejó de puntillas, mientras la criada, sentada junto a su señora y provista de una rama de abedul, se ocupó en ahuyentar las moscas ocultas en las cortinas de muselina de la cuna.

Mitia, cerrando poco a poco los ojos, hacía con sus redondeados bracitos ademanes que inquietaban a Kiti, deseosa de abrazar a la criatura y al mismo tiempo de verla dormida.

Sobre su cabeza oía un murmullo de voces, y la risa sonora de Katavásov.

«Vamos —pensó Kiti—, ya se animan; pero es enojoso que Kostia no esté aquí; sin duda se habrá entretenido con las abejas; a veces me incomoda que vaya tan a menudo, aunque esto lo distrae. Ahora está mucho más alegre que en Moscú durante la primavera, me daba miedo verle tan sombrío. ¡Qué hombre tan raro!»

Kiti conocía la causa de la inquietud de su esposo, que se hacía desgraciado por sus continuas dudas; y aunque pensase, con su ingenua fe, que no hay salvación para el incrédulo, el escepticismo de aquel, cuya alma le era tan querida, no la inquietaba en manera alguna.

«¿Por qué lee —se preguntó— todos los libros de filosofía, donde nada encuentra? Puesto que desea la fe, ¿por qué no la tiene? Reflexiona demasiado, y si se absorbe en meditaciones solitarias, es porque no estamos a su altura. La visita de Katavásov lo agradará, porque es muy aficionado a discutir con él...» Los pensamientos de la joven esposa se fijaron entonces en sus huéspedes. «¿Les daremos una sola habitación —se preguntó— o preferirán estar separados?....» De repente, le acosó el temor de que la lavandera no hubiese llevado la ropa. «¡Con tal que Agafia Mijáilovna no haya dado ya la que ha servido! —pensó—. Será preciso asegurarme yo misma.»

Y continuando el hilo de sus pensamientos interrumpidos, se dijo: «Sí, Kostia es incrédulo, pero mejor lo quiero así que no semejante a la señora Shtal o a mí misma cuando me hallaba en Soden. Él no será nunca hipócrita».

Kiti recordó de pronto un rasgo de bondad de su esposo algunas semanas antes; Stepán Arkádich había escrito una carta de arrepentimiento a su esposa, suplicándole que le salvase el honor, vendiendo su tierra de Iergushovo para pagar sus deudas.

Dolli, aunque despreciaba a su marido, se desesperó; pero compadecida de él, se avino a ceder una parte de aquella finca; Kiti recordó la timidez con que Kostia le propuso un medio de ayudar a Dolli sin ofenderla, y consistía en ceder la parte a que tenían derecho en aquella propiedad.

«¿Puede ser incrédulo —se preguntó Kiti— un hombre que tiene tan buen corazón y que teme afligir aunque sea a un niño? Nunca piensa más que en nosotros; a Serguiéi Ivánovich le parece muy natural considerarlo como su intendente, lo mismo que su hermana; Dolli y sus hijos no tienen más apoyo que él; y hasta creo que es su deber sacrificar su tiempo a los campesinos, que sin cesar vienen a consultarle...»

«Sí —añadió mentalmente, tocando con sus labios la mejilla de su hijo antes de entregarlo a la criada—, lo mejor que puedes hacer, hijo mío, es parecerte a tu padre.»

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora