XIV

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LIEVIN, casado hacía tres meses, era feliz; pero, contrariamente a lo que había pensado, y a pesar de ciertos encantos imprevistos, experimentaba cada día algún desengaño. La vida conyugal era muy diferente a lo que él había soñado; semejante al hombre que después de admirar la marcha tranquila y regular de un barco en un lago quisiera dirigirlo él mismo, comprendía la diferencia que existe entre la simple contemplación y la acción; no bastaba estar sentado sin hacer falsos movimientos; era preciso pensar en el agua, dirigir la embarcación y levantar con inexperta mano los pesados remos.

En otra época, cuando aún era soltero se había reído a menudo interiormente de las ligeras contrariedades de la vida conyugal: disputas, celos y mezquinas preocupaciones, pensando que jamás se produciría nada de esto en la suya, y que nunca su existencia íntima se semejaría a las de los demás; pero tocaba estas mismas pequeñeces, que, a pesar suyo, tomaban una importancia indiscutible.

Como todos los hombres, Lievin había pensado encontrar las satisfacciones del amor en el matrimonio, sin admitir ningún detalle prosaico; el amor debía darle el reposo después del trabajo; su mujer se contentaría con ser adorada, y olvidaba del todo que ella también tenía derecho a cierta actividad personal. No fue poca su sorpresa al ver que aquella poética y encantadora Kiti se ocupaba, desde los primeros días de su casamiento, del mobiliario, de la ropa blanca, del servicio de la mesa y de la cocina. Ya antes de casarse había extrañado que su prometida rehusase viajar, prefiriendo ir a establecerse en el campo; lo mismo que ahora al ver que al cabo de algunos meses el amor no le impedía ocuparse de la parte material de la vida, por 1o cual le gastaba bromas algunas veces.

A pesar de todo, admiraba a Kiti y le divertía ver cómo presidía el arreglo de la casa con los nuevos muebles llegados de Moscú, dando sus órdenes para poner cortinas, preparar las habitaciones destinadas a recibir a los amigos, dirigir a su nueva doncella y al anciano cocinero y trabar discusiones con Agafia Mijáilovna, a la cual retiró el cargo de guardar las provisiones. El pobre cocinero sonreía dulcemente al recibir órdenes caprichosas, imposibles de ejecutar, y Agafia Mijáilovna movía la cabeza con aire pensativo ante las nuevas medidas decretadas por su joven señora. Lievin miraba a todos, y cuando Kiti se dirigía a él entre risueña y llorosa para quejarse de que nadie la escuchaba con formalidad, le parecía encantadora, pero extraña, y no comprendía la metamorfosis experimentada por su mujer al verse dueña de comprar montañas de confites, gastar y mandar lo que se le antojaba para desquitarse, sin duda, de su privación de satisfacer toda clase de caprichos mientras estuvo con sus padres.

Los detalles caseros atraían invenciblemente a la joven esposa, y su celo por las más insignificantes bagatelas, muy contrario al ideal de felicidad soñado por Lievin, fue por varios estilos un desencanto; mientras que aquella misma actividad, cuyo objeto no penetraba, pero que no podía observar sin placer, le parecía por otros puntos un encanto imprevisto.

Las disputas fueron también sorpresas; jamás se hubiera imaginado Lievin que entre su esposa y él podría haber más que dulzura, respeto y cariño; pero he aquí que ya en los primeros días se indispusieron; Kiti declaró que su marido no pensaba más que en sí, y comenzó a llorar, haciendo ademanes desesperados.

La primera de estas disputas sobrevino a consecuencia de una excursión que Lievin debió hacer a una nueva granja; queriendo volver por el camino más corto se extravió y tardó más de lo que había dicho. Al acercarse a la casa solo pensaba en Kiti, en su felicidad y en el cariño que le profesaba; de modo que al entrar lo primero que hizo fue correr al salón, poseído de un sentimiento análogo al que experimentó el día en que pidió la mano de Kiti. Esta última lo recibió con expresión sombría, y cuando la quiso abrazar, lo rechazó con ademán airado.

—¿Qué tienes? —le preguntó.

—Bien te diviertes —comenzó a decir Kiti con afectada frialdad.

Y apenas hubo abierto la boca, los absurdos celos que experimentó mientras esperaba a Lievin sentada en el reborde de la ventana se tradujeron en amargas frases y reprensiones. Lievin comprendió entonces claramente, por primera vez, lo que hasta aquel día solo entendió confusamente, es decir, que el límite que los separaba era indefinible y que no podían determinar dónde comenzaba y acababa su propia personalidad. En el primer instante se ofendió, pero luego comprendió que ella no podía ofenderlo, porque ella es él. Experimentó al principio lo que un hombre que, sintiendo un violento golpe por detrás y volviéndose enojado y anheloso de venganza en busca del agresor, halla que él mismo se ha lastimado por descuido y no tiene con quien enfadarse, y le es preciso tranquilizarse y aguantar el dolor. Este fue un doloroso sentimiento interior, y jamás le había impresionado nada tan vivamente; quiso disculparse, probar a Kiti su injusticia, y hasta le habría atribuido todo, pero temía irritarla más, envenenando la cuestión, aunque era sensible sufrir una injusticia y más aún resentir a Kiti bajo el pretexto de justificarse. Semejante al hombre que lucha medio dormido contra un mal doloroso que quisiera arrancarse, y reconoce al despertar que este mal está en su interior. Lievin se persuadió que la paciencia era el único remedio.

La reconciliación se efectuó pronto. Kiti, sin confesarlo, reconoció su error, y se mostró tan cariñosa que su amor no se resintió; mas, por desgracia, estas dificultades se renovaban a menudo por causas frívolas e imprevistas, y porque ambos ignoraban aún lo que para uno y otro tenía importancia. Aquellos primeros meses fueron difíciles de pasar; ninguno estaba de buen humor y la causa más pueril bastaba para promover una incomprensión. Cada cual tiraba por su lado de la cadena que los unía, y aquella luna de miel que tantas ilusiones infundiera a Lievin, no les dejó en realidad más que penosos recuerdos. Ambos procuraron después borrar de su memoria los mil incidentes casi ridículos de aquel periodo, durante el cual se hallaron tan rara vez con el espíritu tranquilo.

Su vida no fue más regular hasta que regresaron de Moscú, donde fueron a pasar el segundo mes de su matrimonio.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora