XIV

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UN pequeño coche, que se divisaba a lo lejos, se aproximó poco después al rebaño; Lievin reconoció al cochero, que hablaba con el pastor, y muy pronto oyó el rumor de las ruedas y el relincho de su caballo; pero, sumido en sus meditaciones, no pensó en preguntar quien lo buscaba.

—La señora me envía —gritó el cochero desde lejos— para decir a usted que Serguiéi Ivánovich ha llegado con un desconocido.

Lievin tomó asiento en el coche y empuñó las riendas. Como si despertara de un sueño, no pudo volver en sí hasta largo rato después; sentado junto al cochero, miraba el caballo, pensando en su hermano y en su esposa, a quienes su larga ausencia debía inquietar, y en el huésped desconocido, preguntándose si sus relaciones con los suyos sufrirían alguna modificación.

«Ya no quiero más frialdad con mi hermano —se decía—, ni disputas con Kiti, ni impaciencias con los criados; y seré cordial para mi nuevo huésped.»

Y reteniendo el caballo, que solo deseaba correr, quiso dirigir algunas palabras bondadosas al cochero, que se mantenía inmóvil a su lado sin saber qué hacer con sus manos ociosas.

—Sírvase usted tomar la derecha, pues se ha de evitar el choque con un tronco —dijo en aquel momento Iván, tocando las riendas que su amo empuñaba.

—Déjeme usted en paz y no venga a darme lecciones —contestó Lievin, con el enojo que manifestaba siempre cuando intervenían en sus asuntos.

Y al momento comprendió que su nuevo estado moral no ejercía ninguna influencia en su carácter.

Un poco antes de llegar divisó a Grisha y a Tania que corrían a su encuentro.

—¿Quién ha venido? —gritó.

—Un caballero muy feo, que hace muchos ademanes con los brazos, así —dijo Tania, imitando a Katavásov.

—¿Es joven o viejo? —preguntó Lievin sonriendo—. «¡Con tal que no sea un hombre molesto!», pensó.

Al doblar un recodo del camino reconoció a Katavásov, que avanzaba a la cabeza de los demás, gesticulando como lo había observado Tania.

A Katavásov le agradaba hablar de filosofía, como naturalista, y Lievin había discutido a menudo con él en Moscú, dejando a veces a su adversario en la ilusión de que lo había convencido. En aquel instante recordó una de sus pasadas discusiones y se prometió no expresar ligeramente sus ideas. Lo primero que hizo cuando se reunió con los que iban a buscarle fue preguntar por su esposa.

—Está en el bosque con Mitia, porque hacía mucho calor en casa —contestó Dolli.

Esto contrarió a Lievin, a quien siempre parecía peligroso llevar el niño tan lejos.

—Esa muchacha no sabe ya qué inventar —dijo el anciano príncipe—; siempre anda con su hijo de un lado a otro. Le he recomendado que pruebe también la nevera.

—Se reunirá con nosotros en las colmenas, pues creía que estabas allí —añadió Dolli.

—¿Qué haces de bueno? —preguntó Serguiéi Ivánovich a su hermano.

—Nada de particular. ¿Y tú? ¿Permanecerás aquí algún tiempo? Te esperábamos mucho antes.

—Estaré unos quince días, porque tengo mucho que hacer en Moscú.

Las miradas de los dos hermanos se cruzaron y Lievin bajó la vista sin saber qué decir; queriendo abstenerse de hablar sobre la guerra de Serbia y la cuestión eslava, a fin de no promover debates que pudieran perturbar las relaciones sencillas y cordiales que deseaba conservar con Serguiéi, le pidió noticias sobre su libro.

Koznyshov sonrió.

—Nadie piensa en él —repuso—, y yo menos que los demás. Ya veréis cómo tendremos lluvia, Daria Alexándrovna —añadió, mostrando unas nubes que se amontonaban sobre los árboles.

Bastaron aquellas palabras para que las relaciones entre los hermanos se tornaran de nuevo no enemistosas, pero sí frías, por mucho que Lievin intentara evitarlo. Lievin se acercó a Katavásov.

—Buena idea ha tenido usted en venir —le dijo.

—Lo deseaba hace largo tiempo; vamos a charlar en grande. ¿Ha leído usted a Spencer?

—No del todo, porque lo creo inútil.

—¿Cómo es eso? Me extraña usted.

—Quiero decir que no me ayudará más que los otros a resolver ciertas cuestiones. Por lo demás, ya hablaremos del asunto —añadió Lievin, admirado de la alegría que expresaba el rostro de Katavásov.

Y temiendo comenzar desde luego el debate, condujo a sus huéspedes por un angosto sendero hasta un prado sin segar y los instaló a la sombra de unos árboles en bancos preparados al efecto. Quiso ir él mismo a buscar pan y miel; al llegar a las inmediaciones de las colmenas, descolgó de la pared de la cabaña una careta de alambre, se cubrió la cabeza, introdujo las manos en los bolsillos y penetró en el recinto reservado para las abejas, donde se velan las colmenas alineadas en buen orden. Allí, en medio de los insectos que zumbaban, se felicitó de tener un momento para reflexionar y recogerse; y pudo comprender que la vida real recobraba su imperio, rebajando sus ideas. ¿No había reprendido ya a su cochero, manifestando después frialdad con su hermano y diciendo cosas inútiles a Katavásov?

«¿Será posible —se preguntó— que mi felicidad no haya sido más que una impresión furtiva que se desvanece sin dejar ningún vestigio?»

Pero al volver en sí reconoció que sus inspiraciones estaban intactas; evidentemente se había producido un fenómeno en su alma; la vida real, que acababa de tocar, solo había extendido una nube sobre su calma anterior. Así como las abejas, zumbando a su alrededor, lo obligaban a defenderse sin atentar contra sus fuerzas físicas, del mismo modo su nueva libertad resistía los ligeros ataques de los incidentes producidos durante las últimas horas.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora