XIV

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A eso de las diez de la mañana, después de pasar su revista de inspección, Lievin llamaba a la puerta de Veslovski.

—Adelante —dijo este—; dispénseme usted, ahora termino mis abluciones.

—No se moleste. ¿Ha dormido usted bien?

—Como un muerto.

—¿Qué toma usted por la mañana, café o té?

—Ni una cosa ni otra; almuerzo a la inglesa. Me avergüenzo de haberme retardado tanto; las señoras se habrán levantado ya sin duda, y en tal caso el momento sería oportuno para dar un paseo. ¿Me enseña sus caballos?

Lievin consintió; dieron una vuelta por el jardín, visitaron la cuadra, hicieron un poco de ejercicio en el gimnasio y volvieron al salón.

—Nos hemos divertido mucho en la cacería —dijo Veslovski, acercándose a Kiti—. ¡Qué lástima que las señoras no puedan disfrutar de este placer!

«Preciso es que diga algunas palabras al ama de la casa», pensó Lievin, amostazado ya al ver el aire conquistador del joven.

La princesa hablaba con la comadrona y Stepán Arkádich sobre la necesidad de instalar a su hija en Moscú para la época de su parto, y llamó a su yerno a fin de consultarle sobre esta grave cuestión. Nada molestaba a Lievin tanto como que se hablara con ligereza del nacimiento de un hijo, ¡porque sería un hijo!, acontecimiento verdaderamente extraordinario, y no admitía que esta inverosímil felicidad, rodeada de tanto misterio para él, fuese discutida como un hecho común por aquellas mujeres que contaban por los dedos los días que faltaban para el alumbramiento. Por eso eludía siempre la conversación, como en otro tiempo cuando se trató de los preparativos de su matrimonio.

La princesa no comprendía las impresiones de su yerno, viendo en aquella indiferencia aparente aturdimiento y apatía, y por lo mismo no le dejaba punto de reposo; acababa de encargar a Stepán Arkádich que buscara casa y tenía empeño en oír el parecer de Lievin.

—Haga usted lo que mejor le parezca, princesa —contestó—; yo no entiendo nada de eso.

—Pero es preciso resolver para que sepamos en qué época volverás a Moscú.

—Lo ignoro; lo que sé es que fuera de esa ciudad nacen millones de criaturas.

—En ese caso...

—Kiti hará lo que quiera.

—Kiti no debe preocuparse de esos detalles, que podrían alterarla; recuerda que Natalia Golítsina murió de sobreparto la primavera pasada por falta de una buena comadrona.

—Haré lo que ustedes quieran —repitió Lievin con expresión sombría y dejando de escuchar a su suegra para fijar su atención en otra parte.

«Esto no puede durar así», pensaba, dirigiendo de cuando en cuando una mirada a Váseñka, que estaba inclinado hacia Kiti, a la vez que observaba la turbación y el rubor de esta. La actitud de Veslovski le pareció inconveniente, y así como la antevíspera, cayó de pronto desde la altura de la felicidad más ideal a un abismo de odio y confusión. El mundo le parecía insoportable.

—Haga lo que a usted le parezca bien, princesa —dijo de nuevo volviéndose hacía la otra parte.

—No todo es de color rosa en la vida conyugal —le dijo Stepán Arkádich en broma, refiriéndose no solo a la conversación con la princesa, sino también a la causa de la turbación de Levin, de la que se había dado cuenta.

—¿Cómo bajas tan tarde? —preguntó Stepán Arkádich a Dolli, que entraba en el salón; al mismo tiempo estaba observando el rostro de Lievin.

—Masha ha dormido mal, y no me dejó dormir —contestó Dolli.

Váseñka se levantó para saludar, y sentándose de nuevo, prosiguió su conversación con Kiti; le hablaba aún de Anna, discutiendo sobre la posibilidad de amar en condiciones ilegales; y aunque el diálogo desagradase a la joven, era demasiado inexperta e ingenua para saber cómo terminarlo, disimulando la molestia y la especie de placer que a la vez le causaban las atenciones del joven. El temor a los celos de su esposo aumentaba su emoción, sabiendo muy bien que interpretaría mal todas sus palabras y ademanes. En efecto, cuando Kiti preguntó a Dolli cómo se encontraba Masha y Veslovski, esperando que acabara una conversación tan aburrida, se puso a mirar a Dolli, la pregunta le pareció a Lievin falsa, una simple artimaña.

—¿Qué, vamos hoy por setas? —preguntó Dolli.

—Sí; vamos, yo también iré —respondió Kiti y se ruborizó. Quería preguntar a Váseñka por cortesía, si iba a ir él también, pero no se atrevió—. ¿Adónde vas, Kostia? —le preguntó con aire contrito, al verlo salir resueltamente.

—Voy a buscar al mecánico alemán que ha venido durante mi ausencia —contestó Lievin sin mirarla, convencido de la hipocresía de su esposa.

Apenas estuvo en su despacho, oyó los pasos bien conocidos de Kiti, que bajaba la escalera con imprudente ligereza, un momento después llamó a la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó Lievin con sequedad—. Ahora estoy muy ocupado.

—Dispense usted —dijo Kiti, dirigiéndose al alemán—; necesito hablar dos palabras con mi esposo.

El mecánico quiso salir, pero Lievin lo detuvo, diciéndole que no se molestara.

—Quisiera aprovechar el tren de las tres —repuso el alemán.

Sin contestarle, Lievin salió con su esposa al corredor.

—¿Qué quieres? —le preguntó con frialdad, sin mirarla, porque no quería ver qué aspecto penoso y humillado, con su rostro tembloroso, tenía ella en su estado.

—Yo..., yo quería decirte que esta vida es un suplicio... —murmuró Kiti.

—Hay gente en la oficina; no demos qué hablar —dijo Lievin con acento de cólera.

Kiti quiso conducirlo a la habitación contigua, pero allí estaba Tania tomando su lección de inglés, y, por tanto, se dirigió al jardín.

Allí se hallaba el hortelano barriendo las alamedas; pero sin cuidarse del efecto que podría producir en aquel hombre su rostro bañado en lágrimas, Kiti avanzó, seguida de Lievin, que comprendía la necesidad de una explicación para mitigar su tormento.

—Esta vida es un martirio —dijo Kiti—. ¿Por qué sufres así? ¿Qué he hecho yo? —preguntó Kiti cuando hubieron llegado a un banco.

—Confiesa que su actitud tenía algo de ofensiva y de inconveniente —dijo Lievin, oprimiéndose el pecho con ambas manos como la otra vez.

—Sí... —contestó Kiti, con voz temblorosa—; pero ¿no ves, Kostia, que no es culpa mía? Desde por la mañana quise hacerle guardar su lugar... ¡Dios mío!, ¿por qué habrán venido todos cuando éramos tan felices?

Y los sollozos ahogaron su voz.

Cuando el jardinero vio a los cónyuges poco después con la expresión tranquila que revelaba felicidad, no comprendió lo que podría haber ocurrido de bueno en aquel banco aislado.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora