XV

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LAS bujías se consumían en sus candelabros, y Lievin sentado junto al doctor, le oía discutir sobre el charlatanismo de los magnetizadores, cuando de pronto resonó un grito que no tenía nada de humano; Konstantín quedó inmóvil, mirando con expresión de terror al médico, que inclinando la cabeza como para oír mejor, sonrió con aire de aprobación. Lievin se había acostumbrado ya a no extrañar nada, y pensó que el grito no tenía nada de extraordinario; mas para explicárselo entró de puntillas en la alcoba de la paciente. Evidentemente ocurría alguna cosa nueva; lo reconoció por la expresión grave del pálido rostro de la comadrona, que no separaba la vista de Kiti; esta volvió la cabeza, y, con su mano húmeda cogió la de su esposo y la oprimió sobre la frente.

—Quédate, quédate —le dijo—; ya no tengo miedo... Mamá, quítame los pendientes. ¿Se acabará esto pronto, Lizavieta Petrovna?

Mientras hablaba, su semblante se desfiguró de repente, y Kiti profirió otro grito espantoso.

Lievin se llevó ambas manos a la cabeza, y huyó de la habitación.

—No es nada, todo va bien —le murmuró Dolli al oído.

Pero era inútil hablarle; lo creía perdido todo, y apoyado en el marco de la puerta, se preguntaba si era Kiti la que había podido gritar así; pensaba en la criatura con horror, y sin rogar a Dios por la vida de su mujer, le pedía que pusiera fin a sus horribles padecimientos.

—¿Qué significa eso doctor? —le preguntó, cogiéndolo del brazo.

—Es el fin —contestó el médico, con una expresión tan grave que Lievin creyó que su esposa se moría.

Y no sabiendo ya qué hacer, volvió a la alcoba de la paciente, a la cual no reconoció; tal era la descomposición de sus facciones. Levin apoyó su cara contra la madera de la cama y le parecía que su corazón iba a estallar.

Los gritos estremecedores sonaron sin interrupción durante algún tiempo, cada vez más terribles. Pero de pronto, y como habiendo llegado ya su último límite, se dejaron de oír, cosa que pareció a Lievin increíble; se siguieron varias idas y venidas; se cuchicheaba a su alrededor, y al fin la voz de Kiti murmuró con indefinible expresión de contento: «¡Ya se acabó!». Lievin levantó la cabeza; su esposa lo miraba, tratando de sonreír, y su belleza era en aquel momento sobrenatural.

Las cuerdas demasiado tensas se rompieron, y saliendo del mundo misterioso y terrible donde se había agitado durante veintidós horas, Lievin, volviendo a la realidad de una luminosa dicha, comenzó a llorar y a sollozar con tal fuerza que no pudo decir una sola palabra. De rodillas junto a su esposa, besaba su mano, mientras que al pie del lecho se agitaba entre los brazos de la comadrona, como la luz vacilante de una pequeña lámpara, la débil llama de aquel ser humano que entraba en el mundo con derechos para existir.

—Vive, vive; no hay nada que temer, y es un niño —oyó decir Lievin, mientras que con mano temblorosa Lizavieta Petrovna friccionaba la espalda del recién nacido.

—¿Es cierto, mamá? —preguntó Kiti.

La princesa contestó con un sollozo.

Como para desvanecer la menor duda de la madre, una voz se elevó en medio del silencio general; esta voz era un grito particular, resuelto, casi impertinente, proferido por aquel nuevo ser humano.

Algunos momentos antes, Lievin hubiera creído sin vacilar, si alguien se lo hubiese dicho, que Kiti había muerto, que sus hijos eran ángeles y que todos se hallaban en presencia de Dios; y aun ahora que volvía a la realidad hubo de hacer un prodigioso esfuerzo para admitir que su esposa vivía y que aquella criatura era su hijo. Inmensa felicidad era para Konstantín ver a Kiti salvada; mas ¿para qué se quería aquel niño y de dónde venía? Pasó mucho tiempo antes que pudiese acostumbrarse a esta idea.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora