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AQUEL día se iban a interpretar dos nuevas composiciones en el concierto organizado en la sala de la asamblea: una de ellas era una fantasía sobre El rey Lear de la estepa, y la otra un cuarteto dedicado a la memoria de Bach. Lievin tenía grandes deseos de formar su opinión sobre aquellas obras, escritas con un espíritu nuevo, y para no someterse a la influencia de nadie, se apoyó en una columna después de colocar a su cuñada, resuelto a escuchar concienzuda y atentamente. No se distrajo con los ademanes del director de orquesta, ni con el tocador de las damas, y se alejó sobre todo de los aficionados e inteligentes, que tanto hablan en tales casos. En pie, con la mirada fija en el espacio, se absorbió en una profunda contemplación; pero cuanto más escuchaba la fantasía sobre El rey Lear, más reconocía la imposibilidad de formar una idea clara y precisa; en el momento de desarrollarse, la frase musical se confundía siempre con otra o se desvanecía, dejando como única impresión la de una penosa investigación instrumental. Los mejores pasajes no se producían con oportunidad; la alegría, la tristeza, la desesperación; la ternura y el triunfo se sucedían con la incoherencia de las impresiones de un loco para desaparecer de la misma manera.

Cuando la pieza terminó bruscamente, Lievin se extrañó de la fatiga que aquella tensión de espíritu le había causado; experimentó el efecto que pudiera producir en un sordo ver bailar, y al oír los aplausos del auditorio quiso comparar sus impresiones con las de aquellas personas competentes.

Por todas partes se levantaban ya para reunirse y hablar sobre las dos composiciones durante el entreacto; y entonces fue a buscar a Pestsov, que conversaba con uno de los principales inteligentes.

—¡Es sorprendente! —decía Pestsov con su voz de bajo—. Buenos días, Konstantín Dmítrich. El pasaje de más colorido —dijo Pestsov, continuando su diálogo— es aquel en que aparece Cordelia, aquel en que la mujer entra en lucha con la fatalidad. ¿No es cierto?

—¿Por qué Cordelia? —preguntó tímidamente Lievin, que había olvidado que se trataba de El rey Lear.

—Cordelia aparece. ¿No lo ve usted? —repuso Pestsov, indicando el programa a Lievin, que no había observado el texto de Shakespeare, traducido en ruso e impreso en el dorso del programa.

El entreacto se pasó en discutir los méritos y defectos de las tendencias de Wagner, y como Lievin se esforzaba para demostrar que este compositor había hecho mal en invadir el dominio de las otras artes, como lo hace la poesía, cuando quiere describir los rasgos de un rostro, lo cual debe dejarse a la pintura; Pestsov quiso probarle que el arte es único, y que para llegar a la suprema grandeza es preciso que todas las manifestaciones se hallen reunidas en un solo grupo.

Lievin, cansado de fijar la atención, no escuchó ya la segunda pieza, cuya afectada sencillez fue comparada por Pestsov con una pintura prerrafaelista; y apenas terminado el concierto, fue a reunirse con su cuñada. Al salir, después de haber encontrado a varias personas conocidas, vio al conde Boll, y esto le hizo pensar en la visita que debía hacerle.

—Vaya usted pronto —dijo Natalia, a la cual confió su olvido, y a quien debía acompañar a una sesión pública de un comité eslavo—. Tal vez la condesa no reciba, y en tal caso volverá usted a reunirse conmigo.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora