XXVIII

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LA discusión parecía muy viva bajo el retrato del emperador; pero Lievin no distinguió más que la voz dulce del mariscal, la de Sviyazhski y el tono agrio de un diputado de la nobleza. Para contestar a este último y calmar la agitación general, Serguiéi Ivánovich pidió al secretario que se leyera el texto mismo de la ley, de la cual sé dio lectura, a fin de probar al público que en caso de divergencia de opiniones se debía apelar a la votación.

Un caballero muy grueso, oprimido en su uniforme, se acercó a la mesa y gritó:

—¡A votar, a votar! ¡Nada de discusiones!

Esto era pedir la misma cosa, pero con un carácter de hostilidad que hizo crecer de punto el clamoreo; el mariscal reclamó silencio, sin poder dominar la gritería; y así los semblantes como las palabras revelaban la mayor excitación.

—¡A votar, a votar! Quien sea noble, lo comprenderá bien. Hemos vertido nuestra sangre... La confianza del monarca... No cuenten el voto del mariscal... Un momento... Es repugnante... —se oía por todas partes las voces irritadas. Los rostros, las miradas expresaban un odio irreconciliable.

Lievin comprendió, con ayuda de su hermano, que se trataba de hacer valer los derechos de elector de un delegado que estaba, según decían, bajo la acción de una causa. Un voto de menos no era lo bastante para derrotar a la mayoría, y por eso se demostraba tanta agitación. Lievin, penosamente impresionado al ver cómo se dejaban llevar de sentimientos rencorosos hombres a quienes apreciaba, prefirió a este triste espectáculo ir a ver a los criados que preparaban platos y copas en la pequeña sala, y ya iba a trabar conversación con un camarero, cuando fueron a llamarlo para votar.

Al entrar en la sala grande, le entregaron una bola blanca, y se le empujó hacia la mesa donde Sviyazhski, con aire importante e irónico, presidía la votación. Lievin, desconcertado y no sabiendo qué hacer con su bola, preguntó a su hermano a media voz:

—¿Qué debo hacer?

La pregunta era intempestiva, y como los presentes la oyesen, Serguiéi Ivánovich contestó con acento severo:

—Lo que le dicten a usted sus convicciones.

Lievin, sonrojado y confuso, depositó su voto a la casualidad.

Los nuevos ganaron la causa; el anciano mariscal presentó su candidatura, pronunció un discurso muy conmovido, y después de ser aclamado por sus partidarios, se retiró con lágrimas en los ojos. Lievin, en pie junto a la puerta de la sala, lo vio pasar, al parecer con deseos de salir cuanto antes; la víspera había ido a verlo para tratar del asunto de la tutela, y recordaba el aire digno y respetable del anciano en su gran casa, de aspecto señorial, con sus antiguos muebles, sus viejos servidores y su anciana mujer, que llevaba gorro y un chal turco. Este mismo hombre era el que ahora, ostentando varias condecoraciones, huía como fiera acosada por los perros.

—Espero que se quedará usted con nosotros —dijo Lievin, solo por decir algo agradable.

—Lo dudo —contestó el mariscal, dirigiendo una mirada a su alrededor—; soy ya muy viejo y hay muchos jóvenes que pueden sustituirme.

Y desapareció por una puertecilla.

Por fin llegó el momento decisivo. Era preciso votar. Los responsables de ambos partidos contaban las bolas.

La discusión acerca de Fliórov dio al partido nuevo no solo un voto más, sino también tiempo para llevar a tres nobles que, gracias a las intrigas del partido conservador, no habían podido participar en las elecciones: a dos de ellos los emborracharon, al tercero le quitaron el uniforme de gala.

Al enterarse de lo ocurrido, el partido nuevo mandó buscar a los tres nobles. Trajeron al del uniforme y a uno de los borrachos.

—He traído a uno. Le he dado un buen remojón —dijo a Sviyazhski el terrateniente que fue por los borrachos—. Bueno, así sirve.

—¿Cree usted que no se caerá? —preguntó Sviyazhski.

—¡Oh, no! Con tal que no loemborrachen mas... Ya he dado orden de que no le dejen probar ni una gota dealcohol.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora