IX

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EXPLÍCANOS tu plan —dijo Stepán Arkádich.

—Helo aquí: vamos directamente a los pantanos de Gvózdievo, a veinte verstas de aquí, donde encontraremos seguramente caza. Si llegamos por la noche, se aprovechará la frescura para cazar; dormiremos en casa de un campesino, y mañana iremos al pantano grande.

—¿No hay nada en el camino?

—Sí, por cierto; tenemos dos buenos puntos, pero esto nos retardaría, y hace demasiado calor.

Lievin pensaba reservar para su uso aquellos parajes próximos a la caza; pero nada escapaba a la vista ejercitada de Stepán Arkádich, y al pasar delante de un pequeño pantano exclamó:

—¡Detengámonos aquí!

—¡Oh, sí! —añadió Váseñka—, detengámonos.

Fue preciso resignarse; los perros se lanzaron al punto, y Lievin se quedó guardando los caballos. Una avefría fue todo lo que Veslovski encontró, lo cual consoló un poco a Lievin

Cuando los cazadores subieron al coche, y como sostuviese torpemente el fusil y el ave con una mano, se le escapó el tiro, y los caballos se encabritaron.

Por fortuna el proyectil no hirió a nadie, y, por tanto, sus compañeros no tuvieron valor para reñirlo, porque se mostraba muy desesperado; pero muy pronto comenzaron a reír todos al pensar en su pánico y en el chichón que se había hecho Lievin al tropezar con su escopeta. A pesar de las observaciones de este último, se apearon también al llegar al segundo pantano; esta vez, después de matar una becada se compadeció de Lievin, y se ofreció cuidar de los caballos. Konstantín no se resistió, y Laska, que lloraba la injusticia de la suerte, se precipitó de un salto hacia el mejor sitio; dio algunas vueltas y después se detuvo de pronto. Lievin, con el corazón palpitante, avanzaba prudentemente.

Una becada se elevó de repente y Lievin apuntaba ya, cuando el rumor de pesados pasos en el agua, y los gritos de Veslovski le hicieron volver la cabeza. El ave se le había escapado, y con gran asombro suyo, vio los coches y los caballos medio hundidos en el cieno: Váseñka se había dirigido hacia el pantano para ver mejor la cacería.

«¡Malos diablos lo lleven!», murmuró Lievin.

—¿Por qué avanza usted tanto? —preguntó secamente al joven, después de llamar al cochero para ayudarle a desenganchar los caballos.

No solo le espantaban la caza, estropeando los caballos, sino que le dejaban el trabajo de desengancharlos y conducirlos a terreno firme sin ofrecerse a prestarle auxilio, si bien era verdad que ni Stepán ni Veslovski tenían el menor conocimiento de semejante operación. En cambio, el culpable hizo cuanto pudo para desprender del cieno uno de los vehículos, pero en su celo arrancó una tabla de cuajo. Aquella prueba de buena voluntad conmovió a Lievin, sin embargo, y para disimular su mal humor, dio orden para que desempaquetaran las provisiones.

—Buen apetito, buena conciencia; ese pollo me va a llegar hasta el fondo de los talones —dijo Váseñka, sereno ya, y devorando una segunda ave—. Nuestras desgracias han terminado, señores; todo saldrá bien ahora; pero en castigo de mis fechorías, pido que se me permita subir al pescante para serviros de automedonte.

A pesar de las protestas de Lievin, que temía por sus caballos, hubo de consentir, y la alegría contagiosa de Veslovski, que cantaba coplas e imitaba a los ingleses cuando guían un coche de cuatro caballos, se comunicó al fin a sus dos compañeros.

Llegaron a Gvózdievo riendo y bromeando.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora