Séptima Parte

90 18 0
                                    

I

LOS Lievin estaban en Moscú hacía dos meses, y había pasado ya el término fijado por los médicos para el alumbramiento de Kiti sin que nada hiciese presagiar un desenlace próximo, lo cual comenzaba a producir cierta inquietud. Mientras que Lievin veía acercarse con terror el momento decisivo, Kiti conservaba toda su calma; aquella criatura tan esperada existía ya para ella, y hasta daba pruebas de su presencia, haciéndola sufrir a veces; pero este dolor extraño y desconocido hacía asomar la sonrisa a sus labios y sentía nacer en su corazón un nuevo y suave amor. Nunca le había parecido su felicidad tan completa; jamás los suyos la habían mimado tanto; y, de consiguiente, ¿por qué iba a apresurar con sus votos el término de una situación que le era tan grata? La única circunstancia enojosa en su nueva vida era el cambio sobrevenido en el carácter de su esposo; siempre estaba inquieto, sombrío y agitado, sin ocuparse en nada; no parecía el mismo hombre de antes consagrado útilmente al campo, y cuya tranquila dignidad admiraba tanto como sus sentimientos hospitalarios. Kiti no reconocía ya a Lievin, y su transformación le inspiraba un sentimiento de lástima que ella era la única en experimentar, pues reconocía que en su marido nada excitaba la conmiseración; cuando se entretenía en estudiar el efecto que producía su marido en la sociedad, como a veces se hacen con las personas amadas, intentando verlas desde fuera, como si fuesen extrañas, Kiti observaba con cierto temor para sus celos que Levin no solo no daba ninguna pena, sino era un hombre atractivo por sus principios, por su cortesía tímida y un poco anticuada con las damas, su aspecto fuerte y su rostro particular, como lo veía ella, y expresivo. No obstante, como había adquirido Kiti aquel habito de leer en su alma, estaba convencida que aquel Levin no era el verdadero, no sabía definir mejor su estado; pero aunque censurase a Lievin su incapacidad para acomodarse a una nueva existencia, Kiti reconocía que Moscú no le proporcionaba ninguna satisfacción. ¿Qué ocupaciones le era dable encontrar allí? No le gustaba el juego. No iba a ningún círculo. ¿Tener amistad con los hombres alegres, como Oblonski? Kiti sabía ahora que aquello significaba beber y luego, una vez bebidos, ir Dios sabía adónde. Y ella nunca había podido pensar sin horror en los lugares a donde debían ir los hombres en tales ocasiones. Tampoco le atraía la alta sociedad. Para atraerlo habría debido frecuentar el trato de mujeres jóvenes y bellas, cosa, que a Kiti no podía gustarle de ninguna manera; y, por tanto, nada le quedaba fuera del monótono círculo de su familia. Había pensado en terminar su libro, para lo cual comenzó a buscar datos en las bibliotecas públicas; pero confesó a Kiti que no sentía ya interés por ese trabajo; y, por otra parte, no se juzgaba en estado de hacer nada formal.

Las condiciones particulares de su vida en Moscú tuvieron, en cambio, un resultado inesperado; el de poner término a sus disputas; el temor que ambos abrigaban de ver reproducirse escenas de celos, no se confirmó, ni aun a causa de un incidente imprevisto, cual fue el encuentro con Vronski. Kiti, acompañada de su padre, lo halló un día en casa de su madrina, la princesa María Borísovna, y al ver aquellas facciones tan conocidas en otro tiempo, sintió latir su corazón, tiñéndose sus mejillas de un vivo carmín; pero su emoción no duró más que un segundo. El anciano príncipe se apresuró a entablar un animado diálogo con Vronski, y antes de que lo terminaran, Kiti hubiera podido sostener la conversación sin que su sonrisa ni el sonido de su voz pudiera suscitar en su marido el más leve recelo.

Cambió algunas palabras con Vronski, sonrió cuando este tituló a la asamblea de Kashin «nuestro parlamento», para demostrar que comprendía la broma, y no volvió la cabeza hasta que el conde se levantó para marcharse; entonces correspondió a su saludo sencilla y políticamente.

El anciano príncipe no hizo observación alguna sobre aquel encuentro al salir, pero Kiti comprendió que estaba contento de ella y le agradeció su silencio. También ella estaba satisfecha de haber podido dominar sus sentimientos, hasta el punto de ver a Vronski con indiferencia.

—He sentido que no estuvieses allí —dijo a su esposo, al hablarle de aquella entrevista—, o por lo menos me habría agradado que hubieses podido verme por el agujero de la cerradura, pues delante de ti me hubiera sonrojado mucho más, siéndome tal vez imposible conservar mi aplomo. ¡Mira cómo me ruborizo ahora!

Lievin, al principio más sonrojado que ella y escuchándola con expresión sombría, se calmó ante la mirada sincera de su mujer, y le hizo algunas preguntas como ella deseaba. Lievin declaró que en lo futuro no se conduciría tan torpemente como en las elecciones ni huiría tampoco de Vronski.

—Es muy penoso —dijo— temer la presencia de un hombre y considerarlo como enemigo.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora