XXVII

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DESPUÉS de la lección del profesor vino la del padre; Seriozha la esperó jugando con un cortaplumas y entregado a nuevas meditaciones, apoyado de codos en la mesa.

Una de sus ocupaciones favoritas consistía en buscar a su madre durante sus paseos; no creía en la muerte en general, y menos en la de aquella, a pesar de las afirmaciones de la condesa y de su padre. Por eso pensaba reconocerla en todas las mujeres altas, morenas y un poco robustas; su corazón se llenaba de ternura, se agolpaban las lágrimas a sus ojos, y esperaba que una de aquellas damas se acercase a él, levantándose el velo. Entonces volvería a ver su rostro, la besaría, sentiría la dulce caricia de su mano, reconociendo su perfume, y lloraría de contento, como una noche en que rodó a los pies de Anna porque esta le hacía cosquillas, ahogándose casi de risa. Más tarde, la anciana criada le dijo, por casualidad, que su madre vivía; pero que su padre y la condesa decían lo contrario porque se había hecho muy mala. Esto pareció a Seriozha más inverosímil aún, y, por tanto, la buscaba con mayor afán. Aquel día vio en el jardín de verano una dama con velo de color lila, y su corazón latió con fuerza al observar que tomaba el mismo sendero que él; pero de repente desapareció. El cariño de Seriozha a su madre era más vivo que nunca, y con los ojos brillantes cortaba la mesa con el cortaplumas, pensando en ella.

—¡Ya viene su papá! —le dijo Vasili Lukich.

Seriozha saltó de la silla y corrió a besar la mano de su padre, buscando en su rostro alguna señal de satisfacción por el honor recibido.

—¿Has paseado bastante? —preguntó Alexiéi Alexándrovich, sentándose en un sillón y abriendo un volumen del Antiguo Testamento.

Aunque había dicho a menudo a Seriozha que todo cristiano debía conocer el Antiguo Testamento a fondo, con frecuencia necesitaba consultar el libro para sus lecciones, y el niño lo observaba.

—Sí, papá —contestó Seriozha, sentándose de lado y balanceando su silla, a pesar de habérsele prohibido esto—. He visto a Nádeñka, una sobrina de la condesa, que esta educaba, y me ha dicho que le habían concedido a usted una nueva condecoración. ¿Está usted contento, papá?

—En primer lugar, no balancees así la silla —replicó Alexiéi Alexándrovich—, y en segundo, has de saber que lo que debe sernos caro es el trabajo en sí y no la recompensa. Yo quisiera hacerte comprender esto. Si solo buscas aquella, el primero te parecerá penoso; pero si amas el trabajo, en él hallarás tu recompensa.

Y Alexiéi Alexándrovich recordó que al firmar aquel mismo día ciento dieciocho documentos distintos, solo tuvo por apoyo en aquella ingrata tarea el sentimiento del deber.

Los ojos de Seriozha, que brillaban de ternura y alegría, se oscurecieron ante la mirada de su padre.

Comprendía que este adoptaba con él un tono particular, como si se dirigiera a uno de esos niños imaginarios que se encuentran en los libros, y a los cuales Seriozha no se parecía en nada. Seriozha, siempre cuando estaba con su padre, se imaginaba aquel niño de libro e intentaba actuar como tal.

—Supongo que me comprendes —dijo el padre.

—Sí, papá —contestó el niño distraídamente.

La lección consistía en recitar algunos versículos del Evangelio, diciendo de memoria el principio del Antiguo Testamento. Al comenzar, la lección marchó bien; pero de pronto le llamó la atención al niño el aspecto de la frente de su padre, que parecía formar un ángulo casi recto cerca de las sienes, y desde entonces todo lo dijo al revés. Alexiéi Alexándrovich dedujo que no comprendía nada de lo que decía, y esto lo irritó, frunció el ceño y comenzó a explicar lo que el niño no podía haber olvidado después de repetirlo tantas veces. Pero Seriozha, atemorizado, miraba a su padre, preguntándose si sería necesario repetir las explicaciones como otras veces, y este temor le impedía comprender. Por fortuna, Alexiéi Alexándrovich pasó a la lección de la Historia Sagrada; Seriozha refirió bastante bien los hechos mismos, pero cuando se trató de dar a conocer su significación, se confundió, aunque ya había sido castigado antes por no haber sabido nada. El momento más crítico fue aquel en que debió enumerar la serie de los patriarcas antediluvianos; solo se acordaba de Enoc, su personaje favorito en la historia sagrada, y el niño había relacionado con la elevación de este patriarca a los cielos una larga serie de ideas que le absorbió por completo, mientras miraba fijamente la cadena del reloj de su padre y un botón del chaleco que estaba desabrochado.

Seriozha, que no creía en la muerte de aquellos a quienes amaba, no admitía tampoco que él pudiese morir, aunque esta idea inverosímil e incomprensible de la muerte le hubiese sido confirmada por personas dignas de su confianza, incluso la criada, quien le había dicho que todos los hombres morían. Pero si era así, ¿por qué no murió Enoc, y por qué otros no merecían también subir vivos al cielo como él? Los malos, aquellos a quienes Seriozha no amaba, podían morir muy bien; pero los buenos debían hallarse en el caso de Enoc.

—Vamos —dijo Alexiéi Alexándrovich—, ¿quiénes son esos patriarcas?

—Enoc... Enos...

—Ya los has citado. Sabes muy mal tu lección, Seriozha, y si no tratas de instruirte en las cosas esenciales para un cristiano, no sé en qué te ocuparás —dijo el padre, levantándose—. Tu profesor no está más satisfecho que yo, y, por tanto, me es preciso castigarte.

Seriozha estudiaba poco, en efecto, y, sin embargo, no le faltaba disposición, y hasta era superior a los que su maestro le citaba como ejemplo; si no quería aprender lo que se le enseñaba, era porque no podía, y porque su alma experimentaba necesidades muy diferentes de las que le suponían sus profesores. A los nueve años no era más que un niño, pero conocía su alma y la defendía contra todos aquellos que trataban de penetrar en ella sin la llave del amor. Lo acusaban de no querer aprender nada, y ardía en deseos de saber; pero se instruía hablando con Kapitónych, su anciana criada, Nádeñka y Vasili Lukich.

Seriozha fue castigado, pues no obtuvo permiso para ir a casa de Nádeñka; pero este castigo redundó en provecho suyo, pues Vasili Lukich estaba de buen humor y le enseñó el arte de construir un pequeño molino de viento. La noche se pasó meditando sobre el medio de servirse de un molino para girar en el aire sujetándose a las aspas. Olvidó por lo pronto a su madre, pero se acordó de ella en la cama, y rezó a su manera para que dejara de ocultarse y le hiciese una visita al día siguiente, aniversario de su nacimiento.

—Vasili Lukich —dijo—, ¿sabe usted lo que he pedido a Dios, entre otras cosas?

—¿Que te permita estudiar más?

—No.

—¿Que te regalen juguetes?

—No lo adivinará usted, es un secreto; pero si se realiza lo que pido, se lo diré.

—Está bien —contestó Vasili Lukich, sonriendo, cosa que hacía raramente—; pero ahora, a la cama, pues voy a apagar la luz.

—Veo lo que he pedido en mi oración cuando estamos a oscuras. ¡Vamos, ya he revelado casi mi secreto! —dijo Seriozha, sonriendo.

El niño creyó oír a su madre y reconocer su presencia apenas se apagó la luz; estaba en pie junto a su lecho y lo acariciaba con una mirada llena de ternura; después vio un molino y un cuchillo, luego se confundió todo en su cabecita y se durmió profundamente.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora