AÚN dormía el doctor, y el criado, que se ocupaba en limpiar las lámparas, dijo que su señor se había acostado muy tarde y que no se atrevía, por tanto, a interrumpir su sueño.
Lievin, turbado al principio, resolvió ir a la botica, prometiéndose permanecer tranquilo; pero sin omitir nada para llevar consigo al doctor. En la farmacia comenzaron por rebuscarle el opio con tanta indiferencia como la que mostró el criado del médico para despertar a su amo; pero Lievin insistió, citó el nombre del doctor que lo enviaba y de la comadrona, y al fin obtuvo el medicamento. Apurada la paciencia, arrancó el frasco de manos del farmacéutico, que le ponía su etiqueta, lo envolvía y ataba con una calma insoportable.
El doctor seguía durmiendo, y esta vez el criado sacudía la alfombra. Resuelto a conservar su sangre fría, Lievin sacó un billete de diez rublos de su cartera, y poniéndolo en la mano del inflexible servidor, le aseguró que Piotr Dmítrich no le reñiría, pues había prometido ir a la casa a cualquier hora del día o de la noche. ¡Cuánta importancia tenía a sus ojos ahora aquel Piotr Dmítrich, tan insignificante de ordinario!
El criado, a quien aquellos argumentos convencieron, abrió entonces la puerta de una sala de espera, y muy pronto se oyó al doctor toser en la habitación contigua y contestar que iba a levantarse. Aún no habían transcurrido tres minutos, cuando Lievin, fuera de sí, llamaba a la puerta de la alcoba.
—¡En nombre del cielo, Piotr Dmítrich! Dispénseme usted, porque mi mujer sufre hace ya más de dos horas.
—Ya voy, ya voy —contestó el doctor, con una voz que indicaba que se sonreía.
«Esa gente no tiene corazón —pensó Lievin al oír que el doctor se arreglaba—; puede lavarse y peinarse tranquilamente cuando en este momento se agita tal vez una cuestión de vida o muerte.»
—¡Buenos días, Konstantín Dmítrich! —dijo el doctor, entrando tranquilamente en el salón—. ¿Qué ocurre?
Lievin hizo entonces un relato circunstancial sobre lo que pasaba, con una infinidad de detalles inútiles, interumpiéndose a cada momento para instarle a que lo acompañase a su casa; y por eso consideró como una burla la proposición que este le hizo de tomar una taza de café.
—Ya comprendo de qué se trata —dijo el doctor con una sonrisa—, y puede usted creer que la cosa no es urgente. Nosotros los maridos hacemos un papel muy ridículo en tales casos; el esposo de una de mis clientes se suele refugiar en la cuadra.
—Pero ¿usted cree que saldrá bien?
—Así lo espero.
—¿Vendrá usted pronto?
—Dentro de una hora.
—¡En nombre del cielo!
—Pues bien, déjeme usted tomar café y voy enseguida.
Mas al ver al doctor dar principio a su desayuno con la mayor cachaza, Lievin no pudo contenerse más tiempo.
—Yo me voy —dijo—; júreme usted que vendrá de aquí a un cuarto de hora.
—Concédame usted media hora.
—¿Palabra de honor?
—Sí.
Lievin encontró junto a la puerta a la princesa, que acudía también presurosa, y ambos se dirigieron a la habitación de Kiti después de haberse abrazado con lágrimas en los ojos.
Desde que Lievin había comprendido la situación, al despertarse, resuelto a sostener el valor de su mujer se había prometido reprimir sus impresiones y los impulsos de su corazón; e ignorando la duración posible de aquella prueba, se había fijado como término máximo cinco horas, durante las cuales se proponía conservar toda su firmeza; pero cuando volvió al cabo de una hora y encontró a Kiti padeciendo siempre, lo acosó el temor de no poder resistir, e invocó al cielo para no desfallecer. Transcurrieron cinco horas sin que el estado variase, y el terror de Lievin aumentó con los padecimientos de su esposa; poco a poco, las condiciones habituales de la vida desaparecieron para él; la noción del tiempo dejó de existir, y según que su mujer se cogía a él con fuerza o le rechazaba profiriendo un gemido, los minutos le parecían horas o las horas minutos. Cuando la comadrona pidió luz, le sorprendió que hubiese llegado ya la noche. ¿Cómo había pasado aquel día? No hubiera podido decirlo: unas veces se vio junto a Kiti, agitada y quejándose y después serena y casi risueña; otras, se hallaba al lado de la princesa, dominada por su emoción, con sus rizos grises descompuestos y mordiéndose los labios para no llorar; también había visto a Dolli, al doctor fumando cigarrillos, a la comadrona con su expresión grave, aunque tranquila, y al anciano príncipe paseando por el comedor con aire sombrío. Las entradas, las salidas, todo se confundía en su pensamiento; la princesa y Dolli estaban con él en la habitación de Kiti, y de pronto todos iban al salón, donde estaba la mesa puesta para tomar algún refrigerio. Se le enviaba varios recados, y después arreglaba varias sillas y divanes, donde debía pasar la noche, según le dijeron. De pronto le ordenaban que fuera a preguntar alguna cosa al doctor, y este lo contemplaba, hablándole después de los imperdonables desórdenes de la Duma. ¿Cómo había sucedido todo esto? ¿Por qué la princesa lo cogía de la mano con aire compasivo? ¿Por qué Dolli trataba de hacerle comer, procurando inducirle a ello con sus razonamientos? ¿Por qué el doctor le ofrecía gotas para calmarse, mirándolo gravemente?
Lievin se hallaba en el mismo estado moral que un año antes junto al lecho de muerte de Nikolái; la ansiedad del dolor futuro, así como la esperanza de la dicha, lo transportaba sobre el nivel habitual de la existencia, elevándolo a grandes alturas, desde donde descubría cimas que las dominaban; y su alma llamaba a Dios con la misma sencillez e igual confianza que cuando era niño.
Todo aquel tiempo Lievin sintió su alma desdoblada. Cuando no estaba con Kiti, en presencia del doctor, de Dolli, del viejo príncipe, donde se hablaba de la comida, de política, de la enfermedad de María Petrovna, Lievin olvidaba por un instante todo lo que ocurría y se le antojaba haberse despertado después de una pesadilla; mientras que al pie del lecho de Kiti, su corazón se desgarraba de compasión y Lievin rezaba sin cesar. Y cada vez que oía un grito en la alcoba, acudía para justificarse, aunque comprendía que no era culpable de nada, y defenderla, ayudarla. Pero al ver que en nada podía ayudarla, exclamaba lleno de horror: «Dios mío, perdónala y ayúdala». A medida que transcurría el tiempo, más agudos eran ambos estados de ánimo: en su ausencia, el olvido de Kiti era completo; junto a su lecho, sentía la inmensidad de sus sufrimientos y su total impotencia. Lievin quería huir y corría hacia ella. A veces, cuando ella lo llamaba, la hacía culpable de todo. Pero le bastaba mirar su rostro sumiso y sonriente, oír sus palabras: «Te estoy martirizando», para que Lievin condenara a Dios, pero al instante le pedía perdón y gracia.
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Ana Karenina (Vol. 2)
Ficción históricaAna Karenina es la historia de una pasión. La protagonista, que da nombre a la obra, es un personaje inquietante y fascinador por la intensidad de su vida. Tolstoi, buen psicólogo y conocedor del mundo que le rodea, abre la intimidad de Ana y traza...