XIII

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LIEVIN recordó una escena ocurrida recientemente entre Dolli y sus hijos, que cierto día se entretenían en hacer confituras, colocando una taza sobre la llama de una luz, y en arrojarse leche a la cara; su madre los sorprendió y los riñó delante de su tío, procurando hacerles comprender que si rompían las tazas les faltarían luego para tomar el té, lo mismo que la leche si la arrojaban. A Lievin le llamó la atención el escepticismo con que las criaturas escucharon a su madre; los razonamientos de esta los dejaron fríos, y solo sintieron verse privados de jugar más. Era evidente que ignoraban el valor de los bienes de que hacían uso, sin comprender que destruían en cierto modo su subsistencia.

«Todo eso está muy bien, se dijeron sin duda; pero ¿es tan precioso lo que nos da? Lo mismo es hoy que mañana, mientras que lo que hacíamos tiene algo de nuevo, como juego inventado por nosotros. ¿No es así como nosotros obramos —se dijo Lievin—, y particularmente yo, al esforzarme en penetrar por el razonamiento los secretos de la naturaleza y el problema de la vida humana? ¿No es esto lo que hacen los filósofos con sus teorías? ¿No se ve claramente en el desarrollo de cada una de ellas el verdadero sentido de la vida humana, tal como la entiende Fiódor, el campesino? Déjese a los niños buscar por sí mismos la subsistencia, y en vez de hacer travesuras se morirán de hambre... Que nos dejen a nosotros entregarnos a nuestras ideas y pasiones sin el conocimiento de nuestro creador, sin el sentimiento del bien y del mal moral... ¿Qué resultados obtendremos? Si vacilamos en nuestras creencias es porque, semejantes a los niños, nos cansamos de una misma cosa. Yo, cristiano, educado en la ley, colmado de los beneficios del cristianismo, viviendo de ellos sin echarlo de ver, lo mismo que esas criaturas, he tratado de destruir la esencia de la vida...; pero en la hora del sufrimiento me dirijo al todopoderoso, y comprendo que se me perdonan mis pueriles faltas. Sí, la razón no me ha enseñado nada; lo que se me ha revelado por el corazón y sobre todo por la fe en las enseñanzas de la Iglesia... ¿La Iglesia? —repitió Lievin, volviéndose y mirando a lo lejos el ganado que bajaba hacia el río—. ¿Puedo yo creer verdaderamente en todo lo que la Iglesia me enseña? —se preguntó para hallar un punto que turbase su tranquilidad. Y recordó los dogmas que le habían parecido extraños—. ¿La creación?... ¿Cómo había llegado a explicarse la existencia?... ¿El diablo, el pecado?... ¿Cómo se había explicado el mal?... ¿El redentor?

Ninguno de estos dogmas le parecían atacar a los únicos fines del hombre, la fe en Dios, en el bien; todos concurrían, por el contrario, al milagro supremo, el que consiste en permitir a los millones de seres humanos que pueblan la tierra, jóvenes y viejos, aldeanos y emperadores, sabios y tontos, comprender las mismas verdades, para componer esa vida del alma.

Lievin contempló el cielo, y se dijo: «Bien sé que esa es la inmensidad del espacio y no una bóveda azul que se extiende sobre mi cabeza; pero mis ojos no ven más que la bóveda redondeada, y no distinguen mejor que si mirasen más allá».

Lievin dejó de reflexionar, y escuchó las voces misteriosas que resonaran a su alrededor.

«¿Es verdaderamente la fe? —se preguntó, sin atreverse a creer en su dicha—. ¡Dios mío, yo te doy gracias!» Y algunas lágrimas de agradecimiento se deslizaron por sus mejillas.

Ana Karenina (Vol. 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora