Capítulo 2.- De safaris y risas de hiena

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La primera vez que vi un león en persona, que pude tocarlo, tenía diecisiete años. Desde ese año, había ido todos mis veranos a África, a ayudar en lo que pudiese. Generalmente, a construir casas, hospitales y escuelas. Al aprobar la carrera, en cuanto acabó la fiesta de celebración familiar, cogí mi mochila y me marché a África a vivir, con poco más que lo puesto.

Ahora tenía treinta y tres años, lo que significaba que hacía dieciséis de la primera vez que había pisado el continente. Dieciséis años desde que había visto un león salvaje y había hundido las manos en su pelaje.

Y no entendía cuando me había acostumbrado a aquellas maravillas. A los animales que parecían de fantasía, que la mayoría de las personas solo los podían ver a través del televisor o encerrados en zoos con unas condiciones penosas. Y, para mí, en algún momento, se había convertido en algo tan habitual caminar entre esas criaturas fascinantes, que había perdido la capacidad de enamorarme de ello.

Sin embargo, Amy lo veía todo con ojos nuevos, con muecas de admiración y haciendo una foto tras otra y mil preguntas. Y logró que yo volviera a emocionarme como a los diecisiete. Empecé a señalarle cada animal que nos cruzábamos para explicarle absolutamente todo lo que sabía de él, que no era poco.

Entre los dos, no dejamos hueco al silencio, salvo para escuchar algún ruido específico de un animal. Y de fondo, junto con el zumbido de las moscas, los pajaritos y los rugidos lejanos, se oía el sonido de la cámara. No pude evitar pensar en mi infancia de cierta forma. Mi madre siempre llevaba la cámara a cuestas y era un sonido muy familiar para mí.

La pelirroja trató de sacarme un par de fotos más a traición, pero me aseguré de no salir en ninguna. Lo último que necesitaba era que exhibiera mi cara en alguna galería de ricos aburridos.

―Nos acercamos a la zona de los carnívoros ―nos informó Sirhan.

―No le hagas caso, Amy. ―Le dirigí mi mejor sonrisa bromista a la pelirroja―. Si se segregasen por zonas, se morirían de hambre. La mezcla es la mejor forma de supervivencia para todos.

―Ya me imagino, señor... ―Intentó de nuevo sonsacarme el apellido.

―Jason, solo Jason.

―¿Es americano? Su acento es un poco raro.

―Tú eres inglesa ―afirmé más que pregunté.

No era raro que tuviera un mal acento inglés. Allí se hablaba un inglés muy difuso, y yo lo había aprendido a base de no entender a nadie. También mal hablaba francés y sabía decir algunas palabras en alemán, aparte de hablar algunos idiomas de la región, pero solo para expresar cosas básicas. Por suerte tenía buen oído y aprendía palabras nuevas con relativa facilidad, así que podía entender casi todo lo que me decían. Expresarlas era más difícil, pero con un acento feo podía moverme por toda África, seguro.

―Sí. ¿Y usted? ―insistió ella, haciéndome reír.

―Nací en una pequeña región africana, con un nombre impronunciable para los ingleses ―me burlé ligeramente, recostándome en mi asiento―. Mis progenitores eran muy negros, sin embargo, el periodista que hizo un reportaje de la tribu nueve meses antes de mi nacimiento, era bastante rubio. Supongo que no tiene nada que ver, pero ¿quién sabe? Algunos me consideraban un niño milagro y otros una maldición. Me tenían miedo, así que me abandonaron a mi suerte y me criaron unos lobos, que no hablaban inglés, por desgracia. Así que, lamento mi acento, señora Campbell.

―Ya. ―Me pareció que no se creía una palabra y tuve que contenerme mucho para no sonreír―. Realmente prefiero Amy.

―Por favor, que nadie se ponga de pie. ―La ignoré, poniéndome de pie para llamar la atención de todos―. Si miran a su derecha, podrán ver unas preciosas leonas de caza. ―Dirigí una mirada a Amy, pero ella estaba haciendo fotos como una loca.

Las consecuencias de tus mentiras -PSM 3- *COMPLETA* ☑️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora