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Lo he dicho antes y lo sostengo ahora: lo más cercano a leerle la mente era curiosear en las letras de sus canciones. Lo confirmé por enésima vez la misma noche en que su hermana vino a cenar al departamento no solo con su esposo, sino también, sin avisar, con su madre.

Después de que ellos se fueran me di un baño y al salir me encontré con su libreta en la sala. Leí por encima las palabras que Jackson había escrito minutos atrás. Debo decir que ni siquiera llegaba a ser una canción todavía, era más un desahogo. «Desearía haberme creado a mí mismo para así no tener tu sangre en las venas, ni el color de tus ojos en los míos. Para no tener que conocerte, ni encontrarte en las líneas de mi rostro al verme al espejo. Si no tuviera tanto de ti en mí, quizá me gustaría un poco más la persona que soy».

Nunca le mostró aquello a los chicos, pero yo jamás me lo pude borrar de la memoria.

Tres horas antes no hubiese sido capaz de comprender el significado, sin embargo, habiendo pasado todo, se me apretujó el corazón. Lo que experimenté fueron emociones tan intensas que son innombrables, apenas puedo compararlas con una tristeza profunda y una ira desmedida; como un volcán reteniendo energía antes de la inminente explosión. Tres horas antes no conocía a tu madre, y después de haberla conocido, deseaba no haberle visto nunca la cara. No me preocupa que estas palabras suenen fuertes, si hasta ahora no he escondido mi amor, mis equivocaciones y mi soledad, tampoco lo haré con mi desprecio. Todavía le guardo saña.

Para quien lea esto sin ser Jackson, tengo que explicar un par de cosas para que todo esto cobre sentido.

Durante mucho tiempo y pese a todas las discusiones y tragos amargos, él y yo nos hicimos de una cálida costa oeste, un sitio donde sentirnos a salvo, incluso a pesar de la enorme vulnerabilidad a la que dimos cabida en nuestro intento no estipulado de mimetizarnos mutuamente. Fue así desde el instante en que nos percatamos de nuestra existencia como algo conjunto; y siempre he guardado el presentimiento de que, de solo haber visto lo mejor del otro, no hubiésemos llegado ni siquiera a la mitad del camino. Por más doloroso que fuese, fue lo malo lo que nos acercó.

Tal vez si todo hubiesen sido colores pasteles y sabores dulces, hubiese podido olvidarme de él hace mucho tiempo. Lo sé porque he tenido otros amantes, otros amores, tan buenos y en paz consigo mismos que no han conseguido marcarme de ninguna manera porque, como no me canso de repetir, estoy enfermo de nostalgia y soy un adicto a los romances enredados, así como al dolor punzante que viene con ellos. Me han llamado apasionado, yo me concibo como masoquista, ninguna de las dos cosas difiere de la imbecilidad, así que prefiero tomar esa palabra.

Una de las cosas malas de Jackson, por desgracia, era algo de lo que ni siquiera tenía la culpa. Podré echarle en cara un sinfín de conductas, pero la cuna en la que nació no forma parte de todas ellas.

Su madre, Camille, era una mujer que rondaba los cincuenta o sesenta años en ese entonces, y se veía justo como una de esas viudas de clase alta que viese cuando niño en los programas de televisión. Bien vestida, cabello tieso y una mirada asesina que me dijo, desde el instante en que atravesó la puerta, que en lugar de paz buscaba errores que resaltar, y por desgracia, Jackson y yo teníamos muchos de esos a nuestras espaldas.

Quise escurrirme de aquella situación, no obstante, siendo que era igual mi departamento y por razones que comprendo por completo no deseabas quedarte solo, me presentaste como tu mejor amigo y me obligaste a sentarme a la mesa para comer comida china como si la situación fuese de lo más usual. Ella me hizo muchas preguntas, y al comienzo creí que únicamente trataba de conocer mejor al extraño que compartía piso con su hijo, pero después me di cuenta de que iba más allá. Me cuestionó sobre mi religión, mi familia y sobre mi edad; después de haber dejado de lado esos temas, indagó sobre mi nivel de estudios.

Al final te quedas | DISPONIBLE GRATISDonde viven las historias. Descúbrelo ahora