III. Castillo de arena

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III
Castillo de arena

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Sanemi nunca había sido fanático del té.

El líquido humeante, los diversos sabores, el aroma floral que emanaba de las tazas... Todo aquello le molestaba en cierta medida.

Pero aquella tarde tenía un clima agradable, un viento suave que lo invitaba a sentarse y contemplar el silencio, y creyó que una taza de té sería un excelente acompañante para su soledad. Así que pidió que le trajeran un poco a su habitación, y le dejaron todo dispuesto en una bandeja sobre la mesa.

Tomó la bandeja y caminó hacia el pasillo exterior, dejó todo en el suelo y se sentó, por fuerza de la mala costumbre, a la izquierda del líquido caliente. Extendió su brazo derecho hacia la taza servida, pero la fuerza de los únicos tres dedos que le quedaban en aquella mano no había sido la suficiente para tomarla, y volteó su contenido sobre la bandeja y también sobre el piso recientemente encerado.

¿Cuántos meses habían pasado desde aquello? ¿Cuánto tiempo había transcurrido ya y su cuerpo todavía no asimilaba, no asumía, que aquellas falanges no estaban y jamás volverían a estarlo?

Sanemi se miró la mano mutilada y su ceño se frunció irremediablemente. Normalmente podía hacer las cosas de igual forma, pero bastaba con un segundo de distracción para que aquellos accidentes pasaran. Ya iban demasiado accidentes. No necesitaba la ayuda de nadie, no era tan frágil. No había perdido la mano, maldita sea, ¡sólo eran un par de dedos!

Apretó su puño izquierdo y también el derecho, pero no se sentía igual. No se sentía lo mismo en ambas manos, la rabia contenida en cada extremidad era distinta. ¿Qué tan patético podía ser?

La ira le sacudió el cuerpo. Tomó la taza que había volteado y la tiró lejos, igual que las otras tazas vacías de la bandeja. Ni siquiera la tetera se salvó de ser arrojada a pesar de todavía contar con líquido caliente en su interior. A Sanemi poco le importaba la sensación de picor causada por la quemadura, sólo quería escuchar el sonido de la arcilla quebrarse contra el suelo. Ya no le importaba que las tablas estuvieran recién enceradas o que se hicieran marcas en ellas. No le importaba que lo escucharan gritar como un loco en la soledad del patio, que su garganta le doliera más tarde a causa de su descontrol.

Ya no le importaba nada.

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¡Hola!

... La verdad no tengo mucho más que decir jaja

¡Eso~!

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