VII. Cuando todo falla

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VII
Cuando todo falla

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Sanemi abandonó la finca al cabo de unos días. Tanto la anciana como la joven le insistieron con que se quedara más tiempo, o que las visitara nuevamente cuando volviera; a pesar de asentir con cortesía, el joven realmente dudaba volver en mucho tiempo. Ni siquiera tenía un destino al cual ir, el camino de vuelta estaba todavía muy lejos.

Las siguientes semanas se las pasó de pueblo en pueblo a través de las montañas. Evitó a toda costa pasar la noche en alguna posada, incluso evitaba estar cerca de los poblados una vez que el sol se escondía. Las pesadillas eran cada vez más recurrentes, y nunca sabía cuándo podía volver a gritar en medio de la oscuridad. No quería tener a nadie cerca si eso llegaba a pasar.

Lo cierto es que no sabe qué hacer, ni dónde ir; mucho menos, a quién acudir. La respuesta le llegó de forma repentina, y de una forma bastante extravagante.

Cuando miró hacia arriba se dio cuenta de que había dos cuervos dando vueltas. Entrecerró los ojos ante la luz del sol, sin poder darse diferenciar cuál era el animal que lo seguía y cuál era el nuevo. Cuando decidió que no le iba a dar mayor importancia, ambas aves decidieron bajar a hacerle compañía también, y reconoció entonces a su visitante.

Sólo había una persona en la tierra capaz de ponerle joyas a un cuervo.

—¡Tengen-sama lo invita a pasar una temporada en su finca! —dijo el cuervo, luciendo sus brillantes piedras—. ¡Deben venir!

—A mí nadie me da órdenes, estúpido pájaro —se quejó el albino, dándose media vuelta, aunque algo le decía que el animal no se daría por vencido tan fácil.

En efecto, apenas comenzó a caminar el ave volvió a volar también, colocándose frente a sus ojos. Las joyas que caían por los costados de su pequeño rostro brillaban mientras agitaba sus alas.

—¡Debe venir, debe venir! ¡Tengen-sama lo está invitando! —Pero el joven sólo movió su mano para apartar al cuervo negro, quien volvió a posicionarse frente a él—. ¡Debe venir!

—Que me dejes en paz, te digo. —Sanemi miró a su propio cuervo, como si esperara que éste le ayudara, pero su animal hizo todo lo contrario.

—¡La residencia de Uzui-sama está en esta dirección! —indicó el ave, quien sumaba su aleteo y su fastidiosa voz a la de su compañero de especie.

Sanemi suspiró, pero se negó a dar su brazo a torcer. Al cabo de unas horas, incluso los pájaros se cansaron de molestarlo y se instalaron cerca del fuego que había encendido para pasar la noche, en un absoluto silencio.

El crepitar de las llamas lo acunó y facilitó su sueño, sin embargo, al despertarse agitado y con lágrimas en las mejillas, Sanemi vio claramente cómo los pequeños ojos oscuros que lo veían, a pesar de que el fuego ya se había extinguido.

A la mañana siguiente se preguntó cuántas veces podría ser vencido por un cuervo.

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