EPÍLOGO

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M A R S H A L L

Llevaba muchos meses viendo la evolución que había hecho Brooklynn casi con el mismo orgullo que mi hermana. Estar presente en su mejoría me hizo sentir honrado de estar a su lado y de, en algún momento, haberla ayudado. Estar allí cuando quiso superar su fobia a que los hombres la tocaran o el miedo que les tenía a las multitudes... Recordar lo nerviosa que estaba cuando simplemente veía pasar mi brazo por delante de su rostro para coger un bolígrafo solo me hacía sonreír pues la comparaba con la Brooklynn de la actualidad.

Brooklynn salía de fiesta con sus amigas del trabajo casi cada fin de semana, iba a playas abarrotadas de gente, hacía amigos allí donde iba y todo sin temblar ni un poco, ni ponerse nerviosa.

A pesar de todo eso, seguía siendo ella, Lynn. Se sonrojaba cuando le decía que la amaba, cuando decía públicamente que era mi novia o cuando le susurraba cualquier guarrada. Seguía riéndose tras haber hecho el amor. Seguía susurrándome que me quería como si fuese el mayor secreto del mundo. Todo eso sin pesadillas que le impidieran dormir y sin temblores al pensar en la cantidad de gente que pueda haber en cierto lugar.

Brooklynn había superado sus dos primeros años de universidad con éxito: buenas notas y sin nerviosismos ―y sin ningún tío con la nariz rota―. Y ahora comenzaría el tercero y penúltimo.

Ya llevábamos más de dos años y medio de relación si contábamos que habíamos comenzado a estar juntos en enero. Nuestra relación, aún sin formalizar oficialmente, había pasado por baches. Pequeños baches que habíamos sabido superar con creces. Y con ayuda de Lizzy.

Recuerdo que hace unos meses Lynn casi me dejó por llegar haberme olvidado de nuestra quedada. Así podría sonar un poco exagerado por su parte, pero... tenía razón. Mi mente es un tornado y tengo demasiadas cosas en la cabeza. Me había olvidado al menos treinta veces de nuestras citas y en prácticamente todas, Lynn había sonreído y había dicho que no ocurría nada, que era normal un olvido. Pero ese día se hartó.

―No me da la santísima gana de tenerte cerca ahora mismo porque te juro que voy a emplear una de las llaves que tu hermana me enseñó. Y te voy a desnucar. Te lo prometo ―me dijo antes de echarme a patadas de casa de mi hermana.

La verdad es que me lo merecía. Que me echara, no que me desnucara.

Estuve SEMANAS intentando conseguir su perdón. Hasta que recurrí a mi arma secreta: Lizzy y su gatito Sebastián, las dos cosas que más ablandan el corazón a Lynn. Mandé a mi hija a casa de Hannah con el gato del demonio ―el cual veía divertido destrozarme las deportivas con sus uñas― y una bandeja llena de tacos de su sitio favorito de la ciudad. En él había una notita. Yo estaba escondido mientras Lizzy se lo entregaba a Lynn.

―Papá puede ser un poco capullo y no se le da muy bien cocinar macarrones, pero es gracioso y me tiene a mí. Y te quiere. Creo que merece que lo perdones, Lynn. Pero si la vuelve a fastidiar, te ayudaré a darle una patada en el trasero porque eso también lo merece.

No sé si fue eso o los tacos, pero me perdonó.

No solo me perdonó sino que aceptó mi propuesta de ir a vivir conmigo pues llevaba meses intentándolo. No sé quién se puso más feliz, si yo o mi hija. Lizzy, de lo emocionada que estaba, se fue, no sé dónde exactamente, a imprimir las fotos que teníamos con Lynn. Tanto de ellas dos, de Lynn conmigo, de los tres... Las puso en marcos que ella misma compró con el dinero que yo le daba semanalmente y los colgó por toda la casa.

Lynn casi se echa a llorar cuando vio la casa llena de marcos con nuestras fotos. Y yo también. Pero al ver que mi hija había agujereado la mitad de las paredes de la casa para colgar marcos de fotos.

VULNERABLE ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora