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—¿Deseas morir, Amber?

—No, por supuesto que no —respondí, desconcertada.

Estábamos en su oficina, sentados uno en frente del otro. La situación estaba más calmada que ayer, y eso me permitió responder a sus preguntas de manera más sutil y tranquila, no sin antes meditar las respuestas para no hacer el ridículo de nuevo.

—Entonces deberás prestar atención a todas las instrucciones que te vaya dando a lo largo de este largo y peligroso camino. Espero que sepas los riesgos y consecuencias que supone adentrarse en el cuerpo.

—Lo sé, señor.

—Está bien, ya puedes dejar de utilizar esa estúpida formalidad de llamarme señor, me chirrían los oídos cada vez que lo dices.

—De acuerdo.

Nos quedamos unos cuantos segundos en silencio. Conway me observaba desde su sitio, pero yo permanecía con la cabeza agachada, jugueteando con mis pulgares distraídamente, o eso es lo que yo esperaba aparentar. En mi interior, mi corazón seguía dando punzadas de dolor al encontrarme frente a esta nueva y extraña situación. No sabía qué iba a suceder después, y ese era el mayor temor que estaba padeciendo en aquellos largos minutos de espera.

—¿Cuántos años tienes, Amber? Nunca llegué a escuchar tu respuesta tras haber sido preguntada por Ivanov, y la edad me parece un tema muy importante en este oficio.

—Tengo veinticinco. Terminé bachiller con dieciocho y luego estuve unos cuantos años haciendo grados superiores de informática, psicología entre otros, y como podrá apreciar, ninguno de ellos me llamó la atención por completo. Es por eso por lo que estoy aquí.

—Entiendo. ¿Y no se te ha pasado por esa puta cabeza que este trabajo quizás no sea el idóneo para ti? Podrás haber sacado muy buen resultado en las oposiciones, pero eso no quita que probablemente no seas bien recibida en el cuerpo. Esto es mucho más que estudiar y aprenderse las leyes, muñeca. Aquí sudas sangre, y si no lo haces, te vas a la puta calle.

Yo sabía de sobra a lo que me estaba enfrentando, así que no tuve problema en afirmar sin el menor rastro de duda.

—Sé a lo que me enfrento, y pienso que este trabajo es perfecto para mí. No tengo nada más que decir, Conway.

Conway sonrió y se ajustó la negra corbata.

Sacó de un cajón una pipa recargada y la dejó encima de cientos de papeles que tenía en el escritorio. Yo lo observé sin comprender.

—Quiero que la lleves de ahora en adelante, estando en el cuerpo te hará falta una.

La cogí y la observé. Era la segunda vez que cogía un arma en mi vida, y si hacía un buen uso de ella, esta se convertiría en un artículo indispensable en mi vida cotidiana.

—La cuidaré y usaré de igual forma que mis bragas.

—Eso espero. Si te necesito por aquí cerca te avisaré, pero para ello necesito algo para poder comunicarme.

Esperé a que preguntara por mi número de teléfono o alguna mierda así, pero él tan solo lo dejó caer, esperando a que yo diera el siguiente paso.

—Sí, claro, si me da un papel le escribo mi número.

Conway sacó un posit de su cajón, y más tardé un bolígrafo del estuche de cuero que tenía sobre el escritorio.
Me los depositó en la mano y se lo escribí.

Conway, Jack ConwayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora