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Finalmente, llegué a casa.

Si a eso se le puede llamar casa.

La limpieza nunca ha sido lo mío, y por mucho que lo intentara, siempre acababa dejando mi apartamento peor después de ordenarlo. Es por eso por lo que llegué a la conclusión de que con limpiar los platos, el suelo y hacer la cama, bastaba. Lo que más me gustaba de ese apartamento era básicamente su cercanía a la comisaría. Contaba con un baño, un salón, cocina y una habitación... con eso me sentía más que satisfecha. Disfrutaba de la soledad a menudo, aunque antes de dormir, siempre sentía la necesidad de hablar con mi hermano para saber qué tal les iba por ahí, y las respuestas siempre eran las mismas:

—Muy bien, Ámber, papá preparará este domingo paella y tortilla y creo que vendrán los primos también, así que no hagas planes.

—Está bien, me alegro de que estéis bien.

Sin embargo, aquella noche no llamé a mi hermano, ni siquiera pensé en él antes de dormirme.

Mi mente estaba centrada en otra persona. 

Acababa de terminar de hablar por Whatsapp con Leonidas sobre un pequeño asunto que teníamos entre nosotros, y como siempre, echaba un ojo a mis contactos para ver si había dejado algún mensaje sin responder. Fui deslizando mi dedo por la pantalla hasta que topé con el chat de mi superintendente, que obviamente, estaba vacío. Me di cuenta de que no tenía foto de perfil, y si la tenía, la había bloqueado para que yo no fuera capaz de verla.
No me gusta reconocerlo, pero, soy de ese tipo de personas que cuando ven que alguien les oculta algo, hacen todo lo posible para averiguar de qué se trata realmente lo que esa persona trata de esconder.

Estaba medio borracha, era de noche y no tenía nada que hacer, no me culpéis, por favor, no era realmente consciente de mis actos.

Iba a llamar a Conway. Sí, sí, estaba dispuesta a llamar a Conway y preguntarle por qué coño me tenía tanto asco y por qué cojones no quiso tomarse una jodida cerveza con nosotros. Estaba convencida de cantarle las cuarenta pese a saber que me podía despedir de un momento a otro, pero repito, no era consciente de mis actos.

Sigo pensando que fue el destino el responsable de que mi móvil se apagara de pronto cuando recitaba en voz alta las palabras que iba a recitar a Conway.

—Mierda puta. ¿Me estás tomando el pelo, móvil de mierda? Enciéndete.

Pero no, el móvil no se encendió.

—Conque esas tenemos... bueno, ten por seguro que no me iré a dormir hasta saber algo más de él... de eso estoy segura.

Cogí el MacBook Pro del salón y lo llevé hasta mi cama, no sin antes tropezar con las zapatillas de casa que había dejado de malas maneras tiradas por el suelo de madera.

Me senté en la cama, y con tan sólo escribir dos palabras, di con lo que quería.

Jack Conway aparecía en la primera página web que encontré en Google, y no tardé ni un segundo en presionarla. La página tardó más tiempo de lo normal, como si me advirtiera de que lo que iba a ver no era asunto mío, sin embargo, esperé hasta que aparecieron las primeras líneas que hablaban sobre él:

Jack Conway, exsargento mayor del Cuerpo de Infantería de Marina de la Guerra de Vietnam.
De las 235 medallas de honor de esta sangría guerra, nuestro ahora superintendente de la ciudad de Los Santos, fue otorgado con una de ellas. La impecable función estratégica que Conway compartió con sus compañeros quedará siempre guardada en las memorias de todas las personas que siguieron con esmero la guerra, pero sobretodo, quedará grabada en el corazón de su mujer e hijos, que ahora descansan juntos a la espera del futuro reencuentro con su padre, que afortunadamente, será muy lejano.

Foto tomada el 11 de abril de 1968

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Foto tomada el 11 de abril de 1968

Quedé varios minutos en silencio, leyendo y releyendo el párrafo que acaba de encontrar. Mentiría si dijera que no sentí compasión alguna por Conway... y mentiría si dijera que desde aquella noche, no vi al superintendente con los mismos ojos. Cuando leí lo de su mujer... lloré, coño, lloré, y sus pobres hijos... no me lo podía ni imaginar. Siempre supuse que el pasado de Conway había sido duro, de ahí su comportamiento hacia sus compañeros y amigos, pero no me lo imaginé de esta manera. Lo único que quería hacer en esos momentos era conseguir que mi maldito móvil se encendiera y poder llamarlo y decir cuánto sentía por lo que había pasado, pero sabía ahora que no era la opción correcta en absoluto. Yo no era nadie para él. Y él para mí tampoco. No nos conocíamos personalmente, por Dios... ¿en qué estaba pensando?
Mi testarudez había estado a punto de arruinar mi trabajo y mi inexistente relación con Conway. Si hubiese apretado el botón de llamar... ¿cómo habrían sido las cosas a partir de ese momento? ¿Me habría cogido el teléfono? ¿Me habría colgado? ¿Habría podido aliviar el dolor de la pérdida de su mujer e hijos? ¿Hubiese conseguido un lazo más profundo con él? Fueron preguntas que tardé un tiempo en hallar sus verdaderas respuestas, y hasta que no di con ellas, solía recordarlas e imaginaba sus diferentes escenarios:

—Conway... soy yo, Amber.

—Ya sé quien coño eres, puedo ver quién me llama, no estoy tan viejo para estas nuevas tecnologías... Por el amor de Dios, ¿qué haces llamando tan tarde?

—Conway... necesito hablar contigo.

—¿Se puede saber qué coño quieres?

—Yo... lo siento.

—¿De qué estás hablando?

—Sé que eres una persona muy fuerte, Conway, yo no soy nadie para darte ánimos, pero quería decirte que lo siento. Siento que tu vida haya cambiado de una manera tan catastrófica. Siento que ya no puedas ser el de antes, y siento que ya nadie pueda complacerte como lo hicieron tus hijos y tu mujer, Jack.

Me imaginaba cómo un largo silencio interrumpía nuestra llamada. No era un silencio incómodo, era algo más personal, algo más privado.

—Amber... ¿cómo sabes eso? —un hilo de voz se escucharía a través del teléfono.

—Eso no importa... lo que te quiero decir es que...

Nunca supe lo que verdaderamente quería decirle a Conway en esos momentos. No sabía la existencia de aquella llamada ni el motivo por la que la hacía, y si la sabía, nunca quise reconocerla, así que siempre dejaba aquel escenario sin acabar.

Finalmente, decidí apagar el ordenador, y lo dejé en el salón, cargándose. Una vez me limpié los dientes y me puse el pijama, me acosté y me dispuse a dormir.

La oscuridad no llegó a mí hasta muy entrada la madrugada.

Conway, Jack ConwayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora