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Debí tener una pesadilla porque me desperté sudando, con las sábanas completamente empapadas. La alarma del reloj aún no había sonado, pero de todas formas lo haría en pocos minutos, así que la apagué.

Al contrario de los anteriores días, donde la lluvia había estado siempre presente en todos los puntos del día, aquella mañana era sin embargo soleada y blanquecina. Los rayos del sol iluminaban mi rostro con suma calidez, y recibí su simpatía con buen gusto, acompañada de una taza de café. Pese a no recordar del todo bien lo que sucedió la noche anterior, al ver la imagen de Ivanov borracho, supe que no había nada de por qué preocuparme; había ido de bares con mis compañeros y me lo había pasado muy bien. Sin embargo, cuando encendí el ordenador para ponerme al día con lo que me esperaba, me di cuenta de que el nombre de mi superintendente estaba al principio del registro de búsqueda, y pronto recordé todo lo que había sucedido. La tentación me decía que siguiera mirando acerca de ese hombre, de aquel libro cerrado con llave... y a punto estuve de hacerlo, pero fue como si Conway no estuviera de acuerdo con eso.

Mientras tomaba el café frente al ordenador, recibí una notificación suya en el móvil. Un frío sudor comenzó a formarse en mis sienes.

Lo primero que se me pasó por la cabeza era que, de alguna manera u otra, Conway sabía que había estado chusmeando sobre él en internet, y sinceramente, me dieron ganas de vomitar, pero para mi fortuna, aquella no era la cuestión;

"Te espero en la comisaría en diez minutos. Es urgente"

Ese urgente nunca llegó a preocuparme. Conway siempre había sido un dramático con temas completamente normales, así que no me le di demasiadas vueltas.

Pero una vez más, yo estaba equivocada.

Borré el historial del ordenador, me vestí a prisa y corriendo y finalmente cogí la bicicleta para ver de qué se trataba aquella "urgencia".

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Una vez llegué, noté cómo mi corazón dejó de latir por unos instantes. Apenas podía ver la entrada de la comisaría ya que ésta estaba cubierta por cientos de policías. Me acerqué lo suficiente hasta dar con alguien conocido.

—¿Se puede saber qué coño está pasando? —pregunté a Horacio, que se mordía las uñas con ansiedad.

Horacio se giró y sus ojos parecieron brillar por unos instantes.

—Amber... aún no es seguro, pero...  es posible que haya habido un atentado.

Parecía como si el mundo comenzara a dar vueltas. El sudor con el que había despertado aquella mañana llegó hasta mí en forma de ola, dejando mi garganta seca y mis músculos sin fuerza. A punto estuve de caer al suelo si no hubiese sido por Gustabo, que acababa de llegar en albornoz.

—La madre que me parió, pero qué es esto. Amber, ¿Qué coño está pasando, tío?

Mientras le explicaba lo que Horacio acababa de decirme, éste comenzó a hacer llamadas desde su teléfono. Una vez hubo terminado, se acercó de nuevo hacia nosotros.

—Los bomberos están de camino... me cago en todo, ¡hay gente ahí abajo muriendo y estamos aquí parados sin hacer una puta mierda! —Horacio comenzó a andar hacia la entrada, pero logré pararlo antes de que se acercara más de la cuenta.

—Horacio, no podemos hacer nada más, hasta que no vengan los bomberos no podemos hacer absolutamente nada, hay que esperar un poco más, ¿vale? —dije, sin creerme todavía todo lo que estaba sucediendo.

Horacio no respondió, permaneció en silencio hasta que me miró a los ojos y luego posó su mirada en alguien que se acercaba a nosotros.

Era Conway.

—Amber, necesito que vengas con Ivanov y conmigo al descampado. Han descubierto posibles pistas acerca de los hijos de puta que han hecho esta salvajada.

—¿Es oficial que es un atentado? —preguntó Gustabo, acercándose a Horacio, que permanecía aún fuera de sí.

—Sí, han encontrado restos de dos mochilas bomba en el sótano. Los pillaremos pronto, los muy gilipollas no saben ni instalar una bomba decentemente en una mochila, sólo una de ellas explotó.

—Hay que ser estúpidos...

—No perdamos más tiempo, si seguimos charlando como viejas cotillas, los gilipollas estarán ya poniendo en práctica su siguiente jugada... Si es que su cerebro se lo permite.

Conway se subió en la moto que había dejado aparcada a pocos metros de todo el barullo. En unos segundos, me encontré observando mi bicicleta mal aparcada junto a la acera.

—No me digas que has venido en eso.

Por qué me tienen que pasar estas cosas a mí.

Agaché la cabeza, ocultando la vergüenza que me estaba haciendo pasar el superintendente en esos momentos, y finalmente asentí.

—Pues muñeca, están todos los vehículos del garaje pillados, así que como no enchufes un cohete a tu culo no podrás alcanzarnos —miró alrededor, tratando de encontrar un vehículo policial que no estuviese cogido, sin resultado.

Yo hice lo mismo, pero sabía de sobra que la suerte no estaría de mi lado.

—¿De verdad voy a tener que llevarte conmigo? ¿Me lo estás diciendo en serio?

—Si quieres puedo volver a casa y coger...

Conway negó con la mano y me hizo callar.

—No hay tiempo que perder —se acercó a la moto y sacó un casco de repuesto que tenía guardado en la maleta. Vino hacia mí y me lo dio—. No quiero ningún tocamiento que provengan de tus manos, ¿me oyes? Como se te ocurra acercarte más de la cuenta... juro que te tiraré de la moto sin ningún miramiento.

¿Qué cojones está pasando? Me dije.

Estaba tan desconcertada que me quedé unos segundos callada, sin saber qué decir. Conway me había dicho millones de frases parecidas a ésta, y yo siempre solía suspirar o de alguna forma u otra, lograba mandarlo a la mierda. Pero por algún puto motivo, aquella vez sentí como si... como si fuera un puto bicho raro. No me mal interpretéis, sabía de sobra que aquel comportamiento no era para nada ofensivo, al fin y al cabo, Conway es Conway, y a todo lo que te dice, no te queda otra que asentir y seguir, y eso fue lo que hice, pero de una manera completamente distinta a las anteriores.

Conway pareció percibirlo, y ahora la vergüenza y una cierta tensión creó una nueva barrera invisible para los dos, que sólo nosotros podíamos apreciar en aquellos momentos.

—No tengo ninguna intención de tocarte, Conway, ese objetivo no está en mis planes —recordé la foto que vi ayer por la noche de la guerra de Vietnam—. Así que, ¿por qué no nos subimos de una vez?

Recé para que Conway no hubiese reparado en el tartamudeo de aquella última frase, y pareció ser así.

—Pues venga coño, estoy esperando a que muevas el culo y te pongas el puto casco.

Me puse el casco y nos subimos en la mery.
No hubo ni roces ni "tocamientos".
Sólo una mirada que Conway posó sobre mí durante un semáforo en rojo.
Pero nada más.

Conway, Jack ConwayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora