CERO

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  • Dedicado a Papá
                                    

CERO

Queridísimo hijo:

Creo que lo primero que debería hacer en éste momento es pedirte perdón, o más bien, implorártelo, por haberte ocultado la verdad por tanto tiempo. Por haberte hecho creer que todo estaba bien, que la vida era simple; mientras que frente a ti tienes una carga que significa el futuro de gran parte de la humanidad.

No estoy loco. Y en mis momentos, hoy, en los que voy a partir, te ruego que me creas. Tengo pruebas, pero no aquí, y deberías ir a buscarlas tú mismo. Para eso, te voy a pedir que hables con el señor Martínez, el abogado de nuestra familia, tan leal siempre, en el que confié éste terrible secreto. Pero antes que nada, debes entender a qué me refiero.

En 1918, a principios del diciembre gregoriano, desperté. Estaba confundido, no sabía quién era ni dónde estaba. Miré a mi alrededor, desconociendo mi propio nombre. Estaba en un hospital, en París, y me preguntaron en francés quién era. Respondí, en el mismo idioma, que no tenía idea.

El francés salía de mis labios con fluidez, del modo que creyeron que era parisense, pero luego me percaté que de la misma manera podía hablar inglés, alemán, griego, ruso y algo de español. Las enfermeras y médicos se sorprendieron con el encantador paciente, que tenía unos conocimientos lingüísticos avanzadísimos, pero no sabía nada más. Ni su propio nombre. Sabía leer, eso sí. Leí, de hecho, una biografía de La Fayette, razón por la cual adopté su apellido, y me inventé un nombre. Ya que estaba en Francia, me llamaría Pierre La Fayette, y eso era todo.

Algo recordaba. Algo oscuro. Recordaba miedo, temor, y un hedor nauseabundo. Recordaba oscuridad, y dolor. Nada más. Mi vida pasada era el infierno, pero no sabía nada aparte de eso.

Salí del hospital, sin mis recuerdos aún, y empecé a trabajar como traductor. Al fin y al cabo, era lo único que sabía hacer. Conocí a una bella editora española, tu madre. Me casé con ella y me fui a Madrid. Viví, creando recuerdos nuevos, los recuerdos de Pierre La Fayette.

Santiago, hijo querido, perdóname. El día en que naciste, en que sobreviste, a diferencia de tu hermana, tuve un recuerdo. El recuerdo de haber estado en la misma situación, años atrás. De haber tenido hijos; hijos a los que amé. ¿Quién era?

Te miré.

- Alexis. - dije, de pronto. Tu madre me miró sorprendida. Me preguntó qué quería decir. Yo respondí lo mismo. - Alexis.

- ¿Quién es Alexis, Pierre?

Ese nombre no me sonó; no me llamaba Pierre. Mi nombre era Nikolai, y había tenido un hijo y tres hijas. Cuando naciste tú, Santiago, no sonaron los veintiún cañonazos, ni se puso todo un imperio de fiesta. Pero eras la viva imagen de tu hermano, el príncipe Alexis Romanov.

Santiago, tú habrás crecido como un español, pero eres ruso. De sangre siberiana y cosaca. Descendiente de Eric el Rojo, Pedro el Grande e Iván el Terrible. E hijo mío, el zar Nicolás II.

El imperio ha sido destruido. Hecho pedazos, caído en mil trozos y tirado al fuego. Santiago, tú has oído de ese hombre, Stalin. Ha destrozado todo lo que mi familia, tú familia, forjó a lo largo de generaciones.

La sangre derramada no puede ser en vano, Santiago. Y no lo será. Por lo tanto, te encomiendo una misión, para recuperar el honor de la Santa Rusia.

Santiago La Fayette, o mejor dicho, Romanov:

Debes asesinar a Iózif Stalin.

Con amor,

Tu padre.

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora