DIECINUEVE
Un mes después
Santiago estaba de pie, en la proa de cubierta, mirando las olas ondear, y unas gaviotas a lo lejos. Teresa se acercó.
- Estamos llegando, al parecer. – dijo ella, con voz baja. Ignacio caminaba a su lado. Ella lo tomó en brazos. - ¿Lo ves, nene? ¡Aquí llegamos! ¡A casa, por fin!
- Casa. – dijo el crío. Santiago sonrió, y se dirigió a ella.
- ¿Tus padres te están esperando?
- Espero darles una grata sorpresa.
- Ya veo. ¿Ni una carta has enviado, nada?
- A nadie. – respondió Teresa, mirando la bahía. La ciudad se vislumbraba a lo lejos. – Aún creen que estoy felizmente casada con Enrique. No sé decir ese tipo de cosas por carta, es mejor decirlo en persona.
- Siempre son mejor las cosas en persona.
Santiago no le había dicho en ningún momento la verdad sobre su viaje. Le había comentado sobre un asunto de trabajo, nada más. No quería dar explicaciones.
- ¿Tú conoces a una tal Alicia Pinto? – preguntó de pronto.
- Es un nombre común, Santiago.- respondió ella. – Creo que acá en Argentina deben haber cientos de mujeres con ese nombre. ¿Vos la conocés?
- No. – reconoció él. – No, para nada, sólo me la mencionaron.
- Ya veo. – no parecía dispuesta a hacer más preguntas. Tal vez no se atrevía.
El barco, luego de un rato, llegó al puerto. La brisa marina alborotaba el cabello de Teresa, y ella sonreía de oreja a oreja.
- ¡Hemos llegado! – gritaba, feliz. - ¡Llegamos, che, llegamos! – estaba a punto de saltar de felicidad. Tomó a Ignacio en sus brazos y lo elevó por encima de su cabeza. - ¡Estamos en casa!
Santiago permaneció donde estaba, y Teresa lo miró.
- Gracias. Sin vos, no habríamos llegado.
- No es nada. – respondió él.
Teresa se le acercó.
Santiago se quedó en el mismo lugar donde estaba, sin moverse, e Ignacio jugaba en el suelo del barco, mientras los marineros descargaban las cosas. Y Teresa estaba a dos centímetros del cuerpo de Santiago. Éste la miró, nervioso.
- ¿Recordás hace un mes, Santiago, el primer desayuno que tuvimos juntos, en el comedor?
- Este, sí.
- Vos dijiste… dijiste que mi ex marido debía ser un tonto para haberme dejado.
El corazón de Santiago La Fayette empezó a palpitar con fuerza. ¿A dónde quería llegar ésta mujer?
- Sí. – respondió, sin que se le ocurriera qué otra cosa decir.
- Pues quería comentarte – dijo ella en un susurro – que si yo fuera tu esposa, tampoco te habría dejado irte tan lejos. No habría sido capaz de estar tanto tiempo sin ti.
- Bueno, ella se enfadó, pero…
- Pero te marchaste. – con su mano, tocó la mejilla de Santiago. – Yo no querría que te marcharas. No quiero que te marches ahora. – se acercó a su cara, y lo besó.
Por un momento, Santiago atinó, pero le respondió el beso. Se apegó a ella, y tocó su espalda. Sentía el calor de sus labios, y olvidó por un instante dónde estaba.
“¿Qué estoy haciendo?”, pensó.
Bruscamente, se despegó.
- No, eh… lo siento. – balbuceó. – No puedo. – miró a Teresa, que tenía los ojos empañados. – Siento si te di una falsa impresión, pero no. De verdad, lo siento.
Ella no respondió. Acudió hasta donde jugaba Ignacio, lo tomó de la mano, y con él se alejó. Santiago, por un momento, se sintió como un imbécil, pero se dijo a sí mismo que había hecho lo correcto.
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La Sangre de Rusia
Historical FictionEspaña, 1945 Todo comenzó con una carta. Una revelación. Y una orden. Santiago es un joven al que su padre, tras su muerte, le revela un secreto que podría cambiar la historia. Y le encomienda una misión, que podría alterar a la humanidad: Matar...