DOCE
El barco Cruz del Sur era un crucero no demasiado grande, pero estaba lejos de ser considerado pequeño. Se veía algo viejo y oxidado, y Santiago al verlo sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
- ¿Qué pasa, Romanov?- rio Eduardo Martínez. - ¿Tienes náuseas antes de partir? – soltó una risotada, y Santiago se quedó en silencio. Eduardo lo miró. – Yo nunca he vomitado en un barco, ¿lo sabes? Era más que un pirata.
Mirándolo de arriba abajo, Eduardo realmente se veía como un pirata de pura cepa. Parche en el ojo, pierna tullida, parecía una buena caricatura del capitán Garfio.
- Éstos son tus pasajes. – dijo, entregándoselos. – Siento no haberte podido conseguir algo en primera clase. Pero en tercera te irá bien, ¿no es así?
- No hay problema. – musitó Santiago.
- Claro que no, Romanov. – replicó. - Por muy nobles que sean, los Romanov no son como la mayoría de los señoritos, no señor. Los Romanov saben ser fuertes. – esbozó una sonrisa torcida. – Tu padre era fuerte. Tu hermano, lo creas o no, también. A pesar de romperse con cualquier cosa, sabía afrontarlo bien. Se aguantaba su dolor. Pobre chico. ¿Te han dicho que te pareces a él?
Santiago dirigió la mirada al barco Cruz del Sur, y se preguntó cómo sería su viaje. Generalmente, en los grandes y lujosos barcos, la tercera clase era una porquería. ¿Cómo sería en éste vejestorio?
- ¿Cuántos años tiene el barco? – inquirió.
- No tengo idea, ni me importa. Tampoco debería importarte, Romanov. Es un buen barco. – el viejo Martínez miró la nave, y volvió la vista al joven. – Yo mismo me embarqué en éste cuando tenía tu misma edad, muchacho. Es un buen barco.
“Cuando tenía mi edad…” se dijo Santiago. “Es decir, habrá que rezar bastante”.
Sonó un ruido agudo desde el barco. Bajaron de la cubierta una escala, y comenzaron a entrar los pasajeros, con unos cuantos marinos verificando los pasajes.
- ¡Tercera clase! ¡Tercera clase, por aquí! – oyó decir Santiago. Eran unos hombres de aspecto latino. - ¡¡TERCERA CLASE!!
Santiago se apresuró al lugar, y se puso a la fila, con su equipaje. Sintió el hedor de los hombres que se ponían junto a él, y éstos miraron con desconfianza al joven de chaqueta y corbata que se dirigía a la tercera clase, con los hombres de aspecto duro y curtido, y mujeres que no andaban precisamente con collares de perlas.
Al frente de Santiago, había una mujer de más o menos su edad, cargando un niño pequeño en brazos, de tal vez un año, dos a lo sumo. Lo tenía en sus brazos, con la carita morena mirando hacia atrás. Observó, con ojos grandes, a Santiago.
- Hola. – balbuceó el pequeño.
- Shh. – le dijo su madre. – No molestes a la gente.
Santiago se inclinó hacia adelante.
- No importa. – murmuró. – Su hijo es muy simpático.
La mujer se dio vuelta. Era pálida, de facciones finas, pelo castaño. Tenía los ojos verdosos y rasgados.
- Gracias. – dijo en un susurro. Santiago notó acento argentino.
- No hay de qué.
La fila siguió avanzando, y llegó el turno de la mujer con el niño. El marinero que custodiaba la entrada examinó los boletos.
- Señora, éstos boletos no sirven.
- ¿Qué? – dijo ella, con un hilo de voz.
- Sí. – respondió éste de mal modo. – Se trata de otro barco. Acá dice claramente: “Rey Alberto”.
- Me dijeron… me dijeron que era el Cruz del Sur…
- El Rey Alberto zarpó hace tres horas.- terció el hombre.- Fuera.
- Pero yo… - la mujer tenía los ojos llenos de lágrimas. – Pero yo…
- Que no, he dicho. A no ser que pague el pasaje.
- Yo no puedo… Me timaron…
- Fuera. Me atrasa la fila.
Santiago se adelantó.
- Yo pagaré. – dijo, y sacó de su bolsillo la billetera de cuero. Tomó los billetes, y se lo entregó al hombre. – Aquí tiene.
- Falta el niño. – dijo el marino, observando a Santiago, receloso. Éste sacó otro tanto y le tendió el dinero.
- Acá está. Creo que es suficiente, ¿no?
- Está bien. – el marino miró a la mujer, despectivo. – Entra.
Santiago extendió su boleto, y lo dejaron pasar.
Subió a la cubierta, y los dirigieron escaleras abajo, donde estaba la tercera clase. En el camino, andando por la madera mohosa del barco, la mujer observó a Santiago. Por su atuendo, se notaba que habría sido incapaz de pagar más boletos.
- Gracias. Gracias otra vez. – murmuró, observándolo.
- De verdad, no hay de qué.
- Es usted un santo. Me ha salvado.
- Creo que me está sobreestimando.
- Me llamo Teresa. – dijo. – Teresa Gutiérrez.
- Santiago La Fayette. – dijo él. Miró al niño. - ¿Y éste hombrecito?
La mujer se dirigió a su hijo.
- Dile cómo te llamas.
El niño alzó la vista hacia el desconocido.
- Ig…nacio.
- Hola Ignacio. – le dijo Santiago. Miró a Teresa. - ¿Así que van a Argentina?
- De ahí es mi familia. – murmuró. – El padre de mi hijo es español, me casé con él, me vine a Madrid.
- ¿Y?
- Él me dejó. – respondió Teresa. – Ahora estoy acá, a la merced del azar. No tengo a nadie. Sólo a Ignacio. – dijo, mirando al pequeño.
- Bueno… - dijo Santiago, vacilando.- Al menos por ahora, me tendrá a mí.
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La Sangre de Rusia
Historical FictionEspaña, 1945 Todo comenzó con una carta. Una revelación. Y una orden. Santiago es un joven al que su padre, tras su muerte, le revela un secreto que podría cambiar la historia. Y le encomienda una misión, que podría alterar a la humanidad: Matar...