TRES

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TRES

La oficina de Aurelio Martínez era un espacio grande, con vista a la ciudad. Quedaba en el décimo primer piso de un edificio considerablemente alto, en el centro de Madrid. La mesa, de caoba fina, habían unos libros de derecho en un estante, y el diploma de la Universidad de Salamanca colgado detrás de su escritorio, como para que cuando la gente hablara con él, no pudiera despegar la vista de sus tres votos de distinción.

Para tanto lujo, Aurelio era un hombre pequeño, de un metro setenta y algo ancho. Sus maneras eran relamidas, tal vez demasiado. A Santiago nunca le cayó bien.

- Toma asiento, La Fayette. - pidió don Aurelio.

Santiago se sentó, mirando alrededor con recelo.

- ¿Dónde está tu hermano, eh? - masculló Santiago. - Creí que iba a venir.

- Está retrasado. Pero viene.

Aurelio Martínez encendió un cigarro, y le ofreció a Santiago, quién lo rechazó.

- No gracias, no fumo.

Eso no era cierto del todo; si la gente fumaba, él también lo hacía: era un "fumador social". Pero no quería aceptar nada de ese hombre que le causaba desconfianza. Se cruzó de brazos, y miró por la ventana, los edificios de vidrio, que reflejaban las otras enormes construcciones en sus cristales, pero no permitían mirar en su interior.

- La Fayette. - dijo Aurelio. Santiago parecía absorto mirando hacia afuera, el paisaje urbano español. - ¡Santiago!

- ¿Qué? - respondió éste, volviendo en sí.

- Mi hermano, eh, se llama Eduardo. Y es un tipo... eh, bueno, de cierto modo extravagante.

- Ya. - dijo. A Santiago no se le podía ocurrir alguien más excéntrico aún que el propio Aurelio. Tal vez era cosa de familia, pensó.

- Es veterano de la guerra civil. Era partidario... - calló unos segundos. - Era socialista. - admitió, al fin. - No quiere decir que yo esté a favor suyo, ni nada.

- ¿Un socialista que rescató al zar de Rusia? - se burló Santiago. - Tal vez no sea un docto de la historia, pero tampoco soy imbécil. ¿Por quién me tomas, joder?

- Tranquilo, hombre. - dijo Aurelio. - Tiene una explicación lógica.

- Claro, una explicación lógica. - se burló. - Seguro que creéis vosotros dos que no soy más que un gilipollas, ¿no? Sí, seguro que tu hermanito el socialista va a venir, y me va a tratar de engatusar con un cuento estúpido. ¿Qué queréis a cambio?

- ¿Nosotros?

- No sé, tú, tu hermano, todos los que me tomáis por gilipollas. ¿Qué queréis a cambio? ¿Dinero? No sé cómo lo vas a sacar a partir de éste cuento...

- No te alteres, Santiago.

- ¿Cómo quieres que no me altere, joder? ¡Estás mancillando la memoria de mi padre! ¡Estás convirtiendo su historia en un cuento infantil!

- ¿Qué historia, Santiago? Tu padre no tiene historia. Apareció un día, de la nada, en París. Y nadie supo nada más. ¿Y cómo sabes que el cadáver del zar era real? Y si él mismo te lo dijo en una carta... mira, tan sólo, ve una fotografía del zar. Verás que es el mismo hombre que era Pierre La Fayette.

Santiago no respondió. Soltó un bufido, y se puso de pie.

- Me voy. - dijo.- No sé para qué diantre vine para acá. Pero me largo.

- Por la memoria de tu padre, la que tanto precias, Santiago...

- Esto no es por mi padre. - replicó. - Es por el rey muerto de un país que no me importa.

Se dirigió a la puerta, cuando entró un hombre.

Tendría unos sesenta años, tal vez un poco menos. La barba negra canosa, el rostro lleno de cicatrices. Estaba apoyado en un bastón, y tenía un parche en el ojo que, junto a la barba, le daba un aspecto de pirata.

- Buenas tardes. - dijo, mirando a Santiago. - Vaya, vaya. Todo un Romanov; se te nota en la cara, hombre.

Santiago lo miró, y suspiró.

- Como quieran. Voy a quedarme a escuchar esta tontería.

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora