UNO

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  • Dedicado a la persona que me enseñó a leer, a escribir, a pensar y a amar las palabras: mi
                                    

UNO

Sentado en su escritorio forrado de libros, Santiago La Fayette miró el papel, perplejo. Se quedó unos instantes mirando la pulcra letra de su padre, escrita con tinta. Pierre (¿Nicolás?) acostumbraba a usar pluma, y siempre se rehusó a los bolígrafos normales. De todos modos, era un hombre normal, a pesar de ser un padre más o menos viejo. Lo llevaba al parque los domingos, y se tomaban juntos un helado; y en casa, era un hombre severo, estricto y muy acorde  todos los protocolos. Tal vez eso le había hecho un cortocircuito en la cabeza.

¿Se habría vuelto loco?

-          ¡Santi! – gritó su esposa.

-          Ya voy, cariño. – respondió el hombre, poniéndose de pie.

 Santiago se había casado hace dos meses. Tenía veintidós años, su esposa Margarita, veinte. Alto, rubio oscuro, delgado. Tenía la cara redonda, los ojos claros. Podría haber sido un ruso, pero eso era absurdo. Su padre era francés, de eso no cabía duda. Y es cierto, sufrió de amnesia, eso lo había oído. Pero lo encontraron en París, ¿no? Y era cierto lo que decía en la carta, hablaba varios idiomas… podría ser tan cierto que era el rey perdido, o bien un profesor de lengua.

 En fin. Nicolás estaba muerto, y su padre se había chalado de la cabeza.

-          ¡Santiago! – gritó otra vez Margarita.

-          ¡Ya voy, ya voy!

 Santiago se puso de pie en el escritorio. Margarita, una mujer menuda y de pelo negro rizado, salía de la cocina a su encuentro con un tarro vacío.

-          No quedan arvejas. Necesito dinero.

-          Está bien. – contestó Santiago, distraído.

-          ¿Qué te pasa?

-          ¿A mí? – inquirió éste. Por un instante, pensó en decírselo todo. Él la quería, ¿no? No deberían tener secretos.

 Iba a compartir su pesar, el que su padre no sólo estaba enfermo, muriendo, sino que también estaba chalado. Probablemente, demencia senil. – No pasa nada, cariño, olvídalo. – respondió.

Margarita frunció el ceño. Santiago buscó en su bolsillo, sacó la billetera y rebuscó en ella hasta dar con algo de dinero, perdido entre facturas, estampillas y juegos de lotería vencidos.

-          Ten. – dijo, entregándole un par de billetes.

Margarita se había rehusado a trabajar. Su familia le enseñó que las mujeres se dedicaban a la casa, y a pesar de que Santiago vio a su madre trabajar toda la vida, se lo respetó. Al fin y al cabo, una mujer que trabaje no era cosa del pan de cada día ni mucho menos.

 Margarita se metió el dinero al bolsillo del delantal.

-          Estás raro. – aseguró. – en serio, ¿qué te pasa, hombre?

-          Nada. De veras.

-          No te creo. Dímelo.

-          Mi padre puede que esté algo peor. – respondió. Era cierto.

 Margarita suavizó la cara, y su esposo suspiró, aliviado.

-          Lo siento, Santi.

-          Descuida. Al fin y al cabo, está viejo, ¿no? Sesenta y dos años…

 Santiago no le había dicho jamás a Margarita lo del pasado de su padre. Para ella, saber que su suegro tenía un inicio incierto, del que nadie sabía nada, podría haberla hecho titubear a la hora de tomar alguna decisión. ¿Quién sabe quién era en realidad? ¿Un ladrón, un asesino? La idea de un rey, desde luego, no se le había pasado por la cabeza a nadie.

-          ¿Vas a ir a comprar, entonces? – preguntó Santiago. Margarita movió la cabeza afirmativamente, y se dirigió a la puerta.

 Era un día domingo, habían vuelto de misa. En Madrid hacía un día cálido, estaban a mediados de agosto. La gente circulaba por las calles abarrotadas, y de vez en cuando se veían militares, los hombres de Franco. A decir verdad, Santiago no tenía tendencias políticas. No era ni de izquierdas, ni de derechas. Creía en el “bien común” como idea abstracta, pero no lo veía representado en algún partido político. Tenía un amigo militante de la PSOE, otro de la CEDA, y otros tantos ultra franquistas.

  Tal vez esa imparcialidad la había heredado de su padre, por lo que esta extraña petición le chocaba aún más… ¿Matar a Stalin? ¿Qué diablos se le había metido en la cabeza?

 Santiago se sentó en el sofá.

 Tenía el diario abierto, lo había estado leyendo antes de recibir la carta. Entonces, sonó el teléfono. Soltando un bufido, el joven se levantó, y se dirigió al aparato que emitía el ruido. Descolgó el teléfono, con toda parsimonia, y se puso el auricular en el oído.

-          ¿Aló?

-          Santiago. – contestó una voz agitada.

-          Mamá, ¿qué pasa?

-          Es algo… Santiago, ven.

-          ¿Qué, por qué? Si es por lo del zar de Rusia y otras tonterías más…

-          Santiago.

-          Porque óyeme bien, yo no voy a…

-          Santiago, joder, escucha.

-          ¿Qué?- preguntó.

Se hizo un instante de silencio, y el joven veinteañero apretó los labios, impaciente. Por el otro lado del teléfono, oyó a su madre balbucear.

-        Tu…tu padre ha muerto.

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora