DOS
Santiago vestía de negro. Estaban reunidos en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen y San Luis. Su padre iba con moderada frecuencia, razón por la cual, se dijo el joven, era imposible que haya sido quién decía. ¿No eran los rusos ortodoxos?
El padre Garrido se le acercó. Era un hombre corpulento, de pelo negro y bigote.
- Lo siento, Santiago.- murmuró el sacerdote. – Pierre era un buen hombre.
- Lo sé. – respondió éste, cortante. No le interesaban los pésames.
Sin embargo, ¿por qué hacía tantos aspavientos con una simple carta? Al fin y al cabo, no eran otra cosa más que la locura de su padre. A pesar del cáncer, siempre gozó de una excelente salud mental, por lo que le extrañaban esos escritos.
De pronto, Santiago ve que se le acerca Aurelio Martínez, ese hombrecillo calvo y de maneras demasiado refinadas; el abogado de su padre.
- Buenas, señor La Fayette. – saludó. Santiago respondió con un asentimiento de cabeza. – Lo siento por lo de tu padre, Santiago. – dijo Martínez.
- Gracias.
- Era un…
- …buen hombre, sí, me lo han dicho. – terció. Estaba tenso; su padre había muerto, y la mitad de la gente que iba entrando a la iglesia no eran ni remotamente cercanos a su padre.
Don Aurelio lo miró, a través de sus gafas de medialuna y montura de carey.
- Tengo que hablar contigo. Sé que todos vosotros estáis de duelo, y comprendo, pero es urgente.
- ¿No puedes aguardar hasta el final de la misa, don Aurelio? – inquirió Santiago.
- Claro. Pero espero verte ésta tarde.
- Si es algo relacionado al testamento…
- No. – contestó Aurelio. – Digo, tiene una cierta relación, pero no es eso. Es algo grande, Santiago.
- Bueno, si me lo preguntas a mí, Lenin mató a la familia del zar, Nicolás incluido. Si es por ese disparate…
- Hablemos después, ¿quieres?
Santiago se apartó del abogado bruscamente, y se dirigió hasta uno de los asientos de la iglesia. El sacerdote, con su sotana blanca, además de la casulla y estola verdes, comenzó la misa. El ataúd estaba abierto, y desde su asiento en la primera fila, Santiago podía vislumbrar a su padre vestido de frac, con su barba canosa, no muy larga (definitivamente, no la barba que usaban los ortodoxos), y facciones agradables. No recordaba haber visto una fotografía del zar; le gustaba la historia pero no hasta ese punto; y sin embargo, encontró a su padre un aire distinguido, solemne, grandioso; a pesar de estar ya muerto.
Leyeron el evangelio, mientras Santiago en su mente, evocaba momentos con su padre, cuando éste lo acompañaba a sus juegos de básquetbol en el colegio, cuando le enseñaba historia; a Pierre le encantaba la historia. Leía a Tolstoi, era su escritor favorito, y era un gran conocedor de la historia rusa. Tal vez eso lo chifló.
Llegó el turno de la prédica, que comenzaba con una lectura de Santiago. Éste se puso de pie, y caminó hacia el podio del altar. Todos los ojos puestos en él, algunas caras contraídas de dolor, como la de su madre, y otras tantas, la mayoría, estaban más bien indiferentes, o con un pesar algo fingido, tal vez en forma de respeto, más que nada, pero no de dolor verdadero.
- Hoy… - comenzó Santiago, temblando. - …hoy quiero recordar a mi padre, Pierre La Fayette. – hizo una pausa. Tenía el papel en sus dedos temblorosos, pero apenas le salía la voz. Tenía el estómago revuelto, y sentía un nudo en la garganta. Nunca fue bueno dando discursos. Volvió a mirar al público, pero eso lo angustió más. – Mi… padre… fue un hombre digno de destacar. – prosiguió. – Y no lo digo… por decirlo, nada más… no es de esas palabras que se dicen en cada funeral. Fue un hombre lleno de virtudes, de talentos, de principios. Y creo que ahora que se ha ido… -
Santiago se frotó las manos, y sintió en las piernas un cosquilleo, como si su organismo le pidiera salir corriendo. -… ahora que se ha ido… creo que somos afortunados de haberlo…conocido…
Siguió hablando. Se sabía, en el fondo, el discurso de memoria. Intentó no ponerse nervioso. Respiró profundo, y empezó a soltar las palabras, mientras miraba a la gente.
Su madre, Isabel, estaba destrozada. Lloraba como una magdalena, y se cubría la cara roja con las manos. Su hermano, el tío Damián, la consolaba. Damián siempre había sido algo así como “la oveja negra de la familia”. Algunos hijos bastardos repartidos, despedido de varios trabajos, detenido por distintos motivos y cuánta locura hay. Físicamente no se veía tan loco, de hecho, parecía un hombre de cincuenta y tantos, completamente respetable.
Vio, al fondo de la iglesia, varias personas conversando. Unos reían. Santiago apretó los puños, pero no hizo nada.
- Y por eso, cabe asegurar que Pierre La Fayette es un hombre que merece que estemos orgullosos de él, y que nos sintamos agradecidos de haber podido ser parte de su vida. – concluyó Santiago. – muchas gracias.
Aun temblando, se fue a su asiento, y el nudo en la garganta llegaba a dolerle.
Hablaron otras personas más, y luego de un rato, la misa se dio por finalizada. Varias personas tomaron el ataúd, tras cerrarlo, para llevarlo al coche de la funeraria.
Martínez se acercó, y Santiago puso los ojos en blanco.
- Don Aurelio. – dijo. -¿Puedes omitir los disparates de mi padre, por favor? Ya hablaré contigo, más tarde, por el testamento. Y no me digas que heredo el Palacio de Invierno, por favor. – añadió.
- Tú no heredas el Palacio de Invierno únicamente porque en Rusia ya no hay zar. Pero tu padre es Nicolás II, Santiago. Siento decírtelo ahora, y aquí, pero fue mi hermano el hombre que lo sacó de Ekaterimburgo, el lugar donde estaba prisionero.
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La Sangre de Rusia
Historical FictionEspaña, 1945 Todo comenzó con una carta. Una revelación. Y una orden. Santiago es un joven al que su padre, tras su muerte, le revela un secreto que podría cambiar la historia. Y le encomienda una misión, que podría alterar a la humanidad: Matar...