DIECISÉIS

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QUINCE

 Santiago La Fayette se levantó en la mañana con náuseas. El sonido de las olas ya no parecía tan placentero como la tarde en la que llegó a la costa valenciana. De barcos sólo conocía términos como “babor” y “estribor”, “proa” y “popa” de los libros de Emilio Salgari, pero a decir verdad, sonaba mucho más romántico durante los asaltos de Sandokán de la Malasia que a bordo de una nave vieja, mareado y acompañado de un escritor loco y apático.

 Y sobre todo, lo que él quería conseguir no era precisamente un botín o un tesoro magnífico, sino hablar con una dama de cuarenta y pico, para hacerle un par de preguntas. Y tal vez, todo el viaje sería en vano, una pérdida estúpida de tiempo y dinero. Quizá demasiado estúpida, para su gusto. Y el de cualquier persona con sentido común, claro. 

   Se arregló, se vistió, y salió del camarote, mientras oía los ronquidos de Fred. Pensó en su padre, en su cara adusta y rictus severo, mirándolo seriamente. Intentó pensar en algún indicio, alguna señal, que le haya dado a entender su verdadero origen.

 A veces, Pierre estaba de buen humor, y lo llevaba a la plaza. Caminaban de la mano, y él le contaba historias. Le gustaban mucho los cuentos de Gogol, y las viejas tradiciones rusas. Eso estaba claro, pero Santiago siempre pensó que se trataba de un simple hobby. Como a él le gustaba armar barquitos de madera, y escribir cuentos cortos, a su padre le gustaba la historia rusa. Pero era algo, un indicio. Tal vez no estaba viajando en vano.

 A veces, su padre se ponía melancólico. Se sentaba en el sillón apolillado de la sala, uno rojo con patas de madera, y apoyaba la barba en las manos, mirando hacia abajo. En esos momentos, Santiago se subía a sus rodillas, y lo miraba.

-          Papá. – decía, y Pierre observaba los ojos azules de su hijo. - ¿Me cuentas la historia de Eric el Rojo?

-          ¿Otra vez, Santiago? – preguntaba.

-          ¿Por favor?

Y se la volvía a relatar, con ese don de la palabra que sólo él tenía, con su voz pausada, lenta, capaz de describir detalles, quizá muy precisos para el gusto de algún niño, pero no el de Santiago. Disfrutaba oyendo a su padre hablar.

 En el 1944, a bordo del Cruz del Sur, Santiago llegó al sucio comedor donde servían el desayuno. Había té, y unos panes que le dieron mala espina, por lo que bebió sólo lo primero. Vislumbró entre el gentío a Teresa y el niño.

-          ¡Hola! – agitó la mano en el aire, y la mujer le sonrió. Se acercó a Santiago, y se sentó al frente suyo. El pequeño Ignacio lo miraba con sus ojos grandes y redondos.

 Mientras desayunaban, Santiago observaba con el rabillo del ojo a la mujer que tenía al frente. Era bonita, sí, y de maneras dulces. Su pelo oscuro, ojos azules brillantes, nariz respingada. Cada cierto rato, se ponía el pelo detrás de la oreja, casi como un tic. Pero hasta eso se veía dulce en ella, con sus rasgos suaves y femeninos.

-          Bueno… - comenzó Santiago. - ¿Qué tal es Buenos Aires?

-          Es hermoso, señor La Fayette. – dijo ella, y Santiago esbozó una sonrisa al oír pronunciado su apellido como “La Fashet.”

-          Llámame Santiago. – dijo él. - Y bueno, así que es hermoso. Siempre me he preguntado cómo será la cordillera de los Andes.

-          Eso está más al oeste, eh, Santiago. – dijo ella. – Pero la he visto, y es preciosa también. Alta, con la nieve blanca cubriendo sus picos. Realmente divina.

-          Me imagino. Y su familia, todos argentinos, ¿no? – preguntó, jugueteando con la cuchara del té.

-          Todos, menos Ignacio. – respondió, mirando al niño que tenía en su falda. – Éste es mitad español.

-          Claro, claro.

-          ¿Y usted es valenciano?

-          Soy  de Madrid. – contestó Santiago. – Puedes tutearme, Teresa.

-          Está bien. – ella bajó la vista. Ignacio estiró la mano para tratar de quitarle la cucharilla a Santiago, y éste se la pasó.

El niño se puso el cubierto en el ojo, como si fuera una lupa, y empezó a balbucear. Santiago rio.

-          Es un niño muy lindo, el suyo. Creo que ya se lo había dicho.

-          Sí. Y gracias. Pero se parece a su padre.- contestó ella.

-          Su padre tiene que haber sido un desgraciado para poder dejar a una mujer como tú, ¿sabes?

-          Yo… bueno…

Teresa se sonrojó.

“¿Qué pretendía con ese comentario?”, pensó él. “¿Piropearla? No, claro que no… eso es ridículo. Es bonita, sí, pero yo estoy casado y amo a mi mujer”.

-          Espero que haya un buen clima en Argentina. – comentó al final.

-          Sí, sí. – respondió ella, aliviada de cambiar de tema. – El clima generalmente es bueno.

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora